Guerras Carlistas





Guerras Carlistas

Tropas liberales
El triunfo de la causa liberal en España hubo de pasar por la victoria en la primera Guerra Carlista (1833-1840) del bando que defendía la regencia de María Cristina de Borbón, y, especialmente, el futuro reinado de la hija de ésta, Isabel II. Aquí aparece una reproducción del cuadro que Mariano Fortuny pintó con el título de La reina María Cristina y su hija pasando revista a las tropas en 1837 (1864, óleo s/ lienzo, 300 × 460 cm, Casón del Buen Retiro, Madrid), por encargo de los duques de Riansares.

Guerras Carlistas, nombre por el que son conocidas las tres guerras civiles que tuvieron lugar en España a lo largo del siglo XIX y que enfrentaron, de un lado, a los partidarios de los derechos al trono de la hija del rey Fernando VII, Isabel II, y, del otro, a los de la línea dinástica encabezada por el hermano de aquél, Carlos María Isidro de Borbón (el infante don Carlos, ‘Carlos V’ para sus seguidores), así como a sus posteriores descendientes.
Carlismo
Tres Guerras Carlistas se sucedieron durante el siglo XIX en España. A pesar de que en principio y aparentemente sólo se dirimía una cuestión dinástica sobre el derecho al trono, bajo estas confrontaciones, que adquirieron en algunos momentos el carácter de contienda civil pese a su localización geográfica, subyacía un conflicto latente durante toda la centuria en el que frente a las emergentes tendencias liberales persistía la resistencia de los grupos más conservadores.

El desarrollo de este conflicto, intermitente y circunscrito geográficamente a determinadas zonas de Cataluña y a las provincias del Norte (Navarra y País Vasco), sin olvidar ligeras ramificaciones en el interior, abarcó un amplio marco cronológico comprendido entre 1833 y 1876 (desde la muerte de Fernando VII hasta que con Alfonso XII como rey finalizó el último combate). La desigualdad de recursos humanos y medios materiales entre uno y otro bando en liza, sus diferentes simbologías y tácticas de lucha, así como la crueldad generalizada de estos choques fratricidas, son algunos aspectos destacados por los estudiosos del carlismo español decimonónico y sus tensas relaciones con el régimen liberal.
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PRIMERA GUERRA CARLISTA O GUERRA DE LOS SIETE AÑOS (1833-1840)
Expediciones Carlistas
Aunque la primera Guerra Carlista se desarrolló fundamentalmente en el País Vasco, Navarra, Pirineo catalán y zona del Maestrazgo, desde 1835 hasta 1837 tuvieron lugar las denominadas expediciones carlistas, que extendieron de alguna manera el conflicto a toda la geografía peninsular. La más destacada de todas ellas fue la protagonizada por el propio pretendiente Carlos María Isidro de Borbón entre mayo y octubre de 1837, conocida como la Expedición Real, que finalizó en un estrepitoso fracaso.

El fallecimiento de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 entabló un pleito sucesorio, que pronto se tradujo en una cruenta guerra civil entre los denominados isabelinos o cristinos, defensores de la legitimidad al trono de la regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y los partidarios del infante don Carlos, aferrados a la validez de la Ley Sálica e identificados bajo la etiqueta carlista. La neutralidad de los Estados Pontificios y el apoyo tan sólo moral de la Santa Alianza (formada por Rusia, Austria y Prusia) a las posiciones de don Carlos, frente a la decidida ayuda de los liberales europeos a la causa isabelina (Cuádruple Alianza firmada por Gran Bretaña, Portugal, Francia y España en abril de 1834), desnivelaron sobremanera el contingente humano y el material bélico de los dos bandos en litigio. La penuria económica y armamentista del carlismo hicieron de la voluntariedad e improvisación, junto a las contribuciones forzosas y las incautaciones al enemigo, elementos indispensables en el planteamiento cotidiano del encuentro bélico. La prolongada duración de la contienda, que enmascaraba los objetivos iniciales de lucha y acentuó los contrastes ideológicos y socioeconómicos de uno y otro campo, evidenció las dificultades de una solución negociada del conflicto, además de la demostrada pericia de los militares carlistas, su profundo conocimiento del medio físico en que se desenvolvía la guerra y la decisiva complicidad de la población civil.
Espartero y Maroto
Los generales españoles Baldomero F. Espartero y Rafael Maroto sellaron en 1839 el conocido como 'abrazo de Vergara' que puso fin a la primera Guerra Carlista. Esta pintura de Bernardo López (Museo Lázaro Galdiano, Madrid) les representa a ambos en actitud de concordia.

El ¡Viva Carlos V! lanzado en Talavera de la Reina (Toledo) el 3 de octubre de 1833 por el funcionario de Correos Manuel María González, luego detenido y fusilado, se ha considerado tradicionalmente como el pistoletazo de salida de esta guerra civil. La dispersión de los carlistas en estos primeros escarceos, en su mayoría antiguos voluntarios realistas carentes de un plan estratégico definido y sin apenas armas, no impidió el estallido de la insurrección en el norte de la península Ibérica (Vizcaya, Álava, Guipúzcoa, Navarra y La Rioja), así como en Cataluña y algunas zonas de Aragón y Valencia. La figura del coronel Tomás de Zumalacárregui resulta clave para entender la transformación del caótico entorno carlista en un pequeño ejército disciplinado, su rentable recurso a la desgastadora táctica de guerrillas frente a las tropas regulares y la consolidación, en definitiva, del levantamiento en el País Vasco, norte de Cataluña y El Maestrazgo. La muerte de este célebre caudillo militar, acaecida en junio de 1835 durante el sitio de Bilbao, cerró la página ascendente del carlismo en la región vasconavarra, donde había cosechado sonadas victorias contra las tropas isabelinas (Viana, Alegría, Améscoas, Villafranca, Tolosa, Vergara, Durango, Éibar y Ochandiano).
A partir de este momento, la contienda entró en una dinámica de estériles batallas, muchas de ellas acabadas en tablas, entre los militares isabelinos (Luis Fernández de Córdova y Baldomero Fernández Espartero, principalmente) y las tropas disidentes al mando de Vicente González Moreno, Nazario Eguía y Bruno Villarreal. El estancamiento dio paso a un sufrido retroceso carlista, materializado en el estrepitoso fracaso de la Expedición Real en su marcha hacia Madrid (que tuvo lugar desde mayo hasta octubre de 1837, y en la que participó el propio don Carlos) y en el repliegue en el norte, lo que condujo al Convenio de Vergara sellado entre Espartero y Rafael Maroto el 31 de agosto de 1839, punto final de las hostilidades en esta zona y motivo del exilio a Francia del pretendiente don Carlos. La resistencia del militar Ramón Cabrera y Griñó en El Maestrazgo prorrogó la lucha en tierras catalanas hasta mayo de 1840, cuando se consumó la entrada de Espartero en Morella (Castellón) y la retirada de Cabrera hacia la divisoria francesa. El cruce el 4 de julio de esta línea fronteriza por los últimos soldados carlistas supuso una guerra oficialmente zanjada.
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SEGUNDA GUERRA CARLISTA O GUERRA DELS MATINERS (1846-1849)
Las expectativas frustradas de unión dinástica matrimonial entre Isabel II y Carlos Luis de Borbón y de Braganza, conde de Montemolín (primogénito de don Carlos y denominado Carlos VI en la genealogía carlista), detrás de cuya hipotética alianza se situaban conocidos valedores como el filósofo Jaime Balmes o Juan de la Pezuela y Ceballos, allanó de nuevo el camino a la irracionalidad de la fuerza. Desde el otoño de 1846 se detectaron escaramuzas inconexas de partidas autónomas levantadas en armas por diversos puntos de la geografía catalana (como la sierra de Rocacorba o el municipio de Manlleu), escenario exclusivo de este nuevo despliegue bélico y presumible origen del nombre de ‘madrugadores’ (matiners), con el que la historiografía ha bautizado a sus principales protagonistas. La actividad de las partidas en acciones guerrilleras prosiguió durante 1847 a las órdenes de jefes experimentados (Bartolomé Porredón, más conocido como Ros de Eroles; Benito, o Benet, Tristany; Juan Castells; Marçal, etc.), logrando incrementar sus efectivos de cuatro a diez mil hombres a raíz del retorno a Cataluña del irredento Cabrera, apodado el tigre de El Maestrazgo. Al frente de las huestes isabelinas se sucedía un rosario de jefes y capitanes generales (Bretón, Manuel Pavía y Lacy, Manuel Gutiérrez de la Concha y Fernando Fernández de Córdova), en un continuo trasiego por las líneas de combate que ponía de relieve la incapacidad del Ejército para pacificar el acotado conflicto. La incorporación de elementos progresistas y republicanos a las filas carlistas, al hilo del impacto de las revoluciones de 1848 europeas, complicó aún más su tipificación interna y específica resolución. La abortada venida a España desde Londres del conde de Montemolín, en la primavera de 1849, acabó por disolver los reductos carlistas, que optaron, al igual que Cabrera, por su traslado a Francia, sin quedar rastro de ellos en Cataluña a la altura de mayo de 1849.
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TERCERA GUERRA CARLISTA (1872-1876)
En apenas un cuatrienio, las tropas del pretendiente Carlos VII (duque de Madrid) se enfrentaron con las de los sucesivos adeptos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII, prueba inequívoca de la cambiante morfología política de España en esos años y sus dificultades para consolidar su forma de gobierno y estructuración territorial del Estado. Cataluña y el País Vasco coparon en esta tercera y última ocasión la geografía militar carlista desde las primeras escaramuzas del llamado ‘ejército de Dios, del trono, de la propiedad y de la familia’, fechadas en 1872, hasta el histórico “Volveré” pronunciado por Carlos VII en febrero de 1876 al cruzar el puente de Arnegui rumbo al exilio, por lo demás nunca cumplido. Entre uno y otro año tuvieron lugar un sinfín de choques armados, unas veces favorables a los rebeldes (Estella, Santa Bárbara, Montejurra, Luchana, Desierto, Portugalete), o bien estrepitosos errores de éstos (sitio de Bilbao, toma de Cuenca, marcha hacia Valencia), junto a acontecimientos variopintos como la designación del infante Alfonso Carlos al frente de los combatientes catalanes y la testimonial devolución a este pueblo de sus perdidos fueros, o las atrocidades del cura Manuel Ignacio Santa Cruz, encarcelado por los propios carlistas y cruel excepción que confirma la regla del derramamiento indiscriminado de sangre inocente. La Restauración de la Casa de Borbón, llevada a efecto en diciembre de 1874 en torno a la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II, puso de relieve, antes de certificarlo las armas en Cataluña y Navarra, la secular inutilidad del empeño carlista por acceder a la corona de España.

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