El invento de la Cristología





Cristología, rama de la teología cristiana que trata de la persona de Cristo. Dado que la cristología busca comprender la obra salvadora de Cristo mediante la explicación de la persona de Jesús, en la teología cristiana tradicional precede, por lógica, a la soteriología, doctrina de la obra salvadora de Cristo. Sin embargo, en la historia de la Iglesia, la soteriología precedía a la cristología, ya que la creencia en el papel salvador de Jesús conducía a la búsqueda de quien era Él. La cristología no es la formulación de proposiciones reveladas sino que es la respuesta cristiana al fenómeno de Jesús.
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CRISTOLOGÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO
En la opinión de la crítica bíblica moderna, Jesús no predicó de forma explícita que Él era Cristo (el esperado o Mesías); más bien, articuló una cristología a través de sus palabras y obras. El erudito alemán Günter Bornkamm defendía que Jesús presentó el ofrecimiento hecho por Dios de la salvación por medio de sus enseñanzas y acciones, suscitando así las esperanzas mesiánicas de sus seguidores y la rabia y el temor de su oponentes. Después de su muerte en la cruz, las esperanzas de los discípulos fueron justificadas por la Resurrección de Jesús, respondiendo a lo que ellos creían que Dios había manifestado en Jesús, y comprobando quién era Él.
Los primitivos cristianos explicitaron su cristología con títulos y patrones mitológicos tomados del entorno religioso del siglo I en Palestina, donde los conceptos hebreos y helenísticos de Dios, la historia y el destino seguían vigentes. Se considera muy importante en la cristología del Nuevo Testamento la penetrante conciencia escatológica de la época; muchos eruditos modernos creen que el mismo Jesús participaba de esta conciencia de vida hasta el fin de los tiempos.
Dentro del Nuevo Testamento, se pueden distinguir cuatro patrones primitivos del pensamiento cristológico. El más antiguo de ellos tiene dos focos: mirar en retrospectiva la vida terrenal de Jesús como la de un profeta escatológico y siervo de Dios, y mirar hacia adelante a la segunda venida de Cristo como el Mesías, Hijo del hombre (He. 3,13, 20-21). En una segunda formulación cristológica dividida en dos etapas, el Jesús terrenal también fue considerado como el profeta siervo de los últimos días, pero, a la vez, fue proclamado como Señor, Cristo e Hijo de Dios en su Resurrección y exaltación (He. 2, 22-24, 36).
En el tercer patrón, estos títulos posteriores a la Resurrección se aplicaron de modo retrospectivo a Jesús en su vida terrenal con el fin de articular la intrínseca conexión entre el ministerio terrenal de Jesús y su papel como salvador. Se desarrolló una “fórmula de entrega”, que concebía a Dios como sujeto, a su Hijo como objeto, así como un enunciado para alcanzar la salvación, como en Jn. 3,16, “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (también Gál. 4,4). Al principio, el momento de la entrega se identificó con el bautismo de Jesús por Juan: “... se oyó entonces una voz desde los cielos, 'Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco'” (Mc. 1,11). Sin embargo, en las historias de la Natividad de los Evangelios según san Mateo y según san Lucas, el momento de la entrega se sitúa en la concepción o en el nacimiento de Jesús. Ésta no es todavía una cristología de la preexistencia y encarnación, ni de una divinidad metafísica; expresa sólo el papel que Jesús como hombre tenía en la historia de la salvación y la iniciativa de Dios en ese papel.
En el cuarto patrón, expresado en los himnos cristológicos de la Iglesia helenístico-judaica, Jesús era identificado con la sabiduría divina o logos. El judaísmo filosófico helenístico concibió el logos como el agente personificado del ser divino, de la creación, revelación y acción redentora. El Jesús terrenal era visto como la reencarnación de esta preexistente sabiduría o logos (Col. 1, 15-20; Heb. 1, 1-3, Jn. 1, 1-18). Los primitivos cristianos se apropiaron de esta especulación del judaísmo con el fin de subrayar que el Dios que ellos encontraron en Jesús no era un dios desconocido, sino que era el mismo Dios que ellos habían encontrado con anterioridad en la creación, en la experiencia religiosa humana y en la historia de la salvación de Israel. En los escritos de Juan la relación Padre-Hijo de Jesús con Dios se proyecta en la eternidad, y esta ecuación del Hijo con el logos encarnado da como resultado la utilización de Dios para el mundo preexistente (Jn. 1,1), el Hijo encarnado (ver Jn. 1,18) y el Cristo resucitado (Jn. 20,28). Pero Dios en este contexto es presentado con prudencia: el Hijo no es Dios en sí mismo. Más bien, a través del Hijo, Dios “sale de sí mismo”, comunicándose a sí mismo en el hecho de la creación, la revelación y la salvación. En consecuencia, los términos “Hijo de Dios” e “Hijo del hombre”, que eran, en su origen, fiel reflejo del papel de Jesús en la historia de la salvación, adquieren un significado metafísico y denotan su condición divina.
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CRISTOLOGÍA EN LA IGLESIA PRIMITIVA
A partir de san Ignacio de Antioquía, en el siglo II y a lo largo del Concilio de Calcedonia (451), los pensadores cristianos se debatieron ante los problemas lógicos presentados a la mentalidad griega por el pensamiento cristológico del Nuevo Testamento: si el Hijo es Dios, y aun así distinto del Padre, ¿cómo puede Dios ser llamado “único”? Si Jesús es divino, ¿cómo puede, de igual modo, ser humano? En el siglo II, los seguidores del docetismo mantenían que la humanidad de Jesús era apariencia más que realidad, ya que el pensamiento griego sostenía que la divinidad era incapaz de cambio o de sufrimiento. En contra de ellos, san Ignacio de Antioquía insistió en la realidad del cuerpo de Jesús. El resultado fue que se añadieron al Credo las palabras “nacido de la Virgen María” para salvaguardar la humanidad de Jesús.
Una segunda controversia debatía el concepto de la unidad de Dios. Preocupados por preservar esta unidad, los adeptos al monarquianismo modalístico afirmaban que el único Dios se había mostrado a Sí mismo en tres manifestaciones sucesivas: Padre, Hijo y Espíritu. No obstante, los monarquianos dinámicos (adopcionistas), consideraron a Jesús como un hombre sobre el cual había descendido el poder de Dios. En el siglo IV, el arrianismo afirmaba que el Hijo preexistente no era idéntico a Dios, sino que era la primera de las criaturas de Dios. Era homoiousios (en griego, 'de la misma sustancia') con Dios, un tipo de reproducción o semidiós. En el I Concilio de Nicea (325) se condenó el arrianismo y el Credo se difundió: el Hijo preexistente fue declarado como “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de una sola sustancia [en griego, homousios, 'de sustancia idéntica'] con el Padre”.
Las preguntas relacionadas con la naturaleza de la encarnación de Dios en Jesús también provocaron disputas. Los teólogos de Alejandría tendían a subrayar la divinidad de Jesús a expensas de su humanidad, y sus numerosos oponentes de la escuela de Antioquía subrayaban la humanidad de Jesús a costa de su divinidad. En el lado alejandrino, los apolinarios argumentaron que en el Jesús humano, el logos había reemplazado a su mente o espíritu. Este punto de vista se sumaba a una negación de toda la humanidad de Cristo. El apolinarismo fue condenado en el I Concilio de Constantinopla (381). De la escuela de Antioquía surgió la herejía del nestorianismo durante el siglo V. Los nestorianos mantenían que dos personas separadas estaban unidas en el Cristo encarnado y rechazaron el título alejandrino de Theotokos (portadora de Dios) para la Virgen María. Para Néstor, patriarca de Constantinopla, y sus seguidores, María había sido la madre del Jesús humano pero no del Hijo divino. En respuesta al desafío del nestorianismo, el Concilio de Éfeso (431) y el Concilio de Calcedonia (451), ratificaron el título de Theotokos. En Calcedonia la encarnación se definió como “dos naturalezas, una persona”, una fórmula que ha permanecido como dogma cristiano. No obstante, la misma definición calcedoniana generó más discordias; un sector extremista dentro de la escuela alejandrina argumentó que el Hijo encarnado tenía una sola pero divina naturaleza y desde este punto de vista, de nuevo, la idea de la humanidad de Jesús se puso en entredicho.
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MODERNA CRÍTICA DE CALCEDONIA
La cristología ortodoxa calcedoniana ha sido discutida en varios campos. Los teólogos modernos han señalado su dependencia de un entendimiento precrítico de los Evangelios. El pluralismo cristológico del Nuevo Testamento no está reconocido por la fórmula calcedoniana, apoyada tan sólo por el Evangelio según san Juan y la concepción del nacimiento virginal expresado en el Evangelio según san Mateo y en el Evangelio según san Lucas. Otra crítica, expresada por el teólogo y erudito alemán del Nuevo Testamento, Rudolf Bultmann, se basa en el hecho de que el concepto calcedoniano de Cristo se asienta en mitologías anticuadas (mesianismo judío y apocalipticismo y, quizás el gnosticismo) así como en la metafísica obsoleta, en la cual los términos “persona”, “naturaleza” y “sustancia” se entienden de forma muy diferente a como se comprenden hoy en día. La utilización de las definiciones calcedonianas cristológicas al interpretar la imagen de Jesús según el Evangelio ha tendido a restringir el acceso de los cristianos modernos a Jesús como hombre situado en su realidad histórica. Así, Bultmann ha defendido la “desmitologización” del Nuevo Testamento y ha reinterpretado los elementos mitológicos que subyacen en las primitivas fórmulas cristológicas con el fin de hacer significativa a las gentes actuales la proclamación o kerigma, así como la obra salvadora de Cristo. Algunos teólogos afirman que emplean modelos cristológicos alternativos para explicar las doctrinas de la preexistencia y la encarnación, prefiriendo la metáfora del Nuevo Testamento del Dios que “entrega” a su Hijo, antes que la posterior cristología, tan intelectualizada, del Concilio de Calcedonia. Algunos teólogos católicos contemporáneos, como Edward Schillebeeckx y Walter Kasper, han optado por iniciar su investigación cristológica desde el Jesús humano para continuar descubriendo y confesando la presencia salvadora de Dios en Él.

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