La Novela policiaca




Novela policiaca, relato de misterio en el que se plantea un enigma criminal, por lo general un asesinato, investigado por una o más personas. El protagonista suele ser un detective o un oficial de policía y la narración se ofrece en primera o en tercera persona. El encargado de la investigación interroga a los sospechosos y reúne pruebas para reconstruir el crimen. El detective comparte con el lector las pistas que va encontrando, pero no revela su significado hasta el final de la novela.
La investigación se basa en el análisis del móvil, las circunstancias y los medios, y el caso se resuelve tras eliminar a todos los sospechosos que no se ajustan a estos criterios. Con el fin de que la trama resulte difícil para el detective e interesante para el lector, el autor va sembrando de obstáculos el desarrollo de la investigación: diversos sospechosos, nuevos casos de asesinato, pretextos para desviar la atención del lector y, a menudo, episodios de violencia. Sólo al final, se desenmascara al culpable y se explican los pasos seguidos para resolver el caso.
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PRIMEROS RELATOS POLICIACOS
Edgar Allan Poe
Fragmento de El cuervo de Edgar Allan Poe recitado por un actor: "Una vez, en una aterradora medianoche, mientras yo reflexionaba, débil y cansado, / sobre un gran volumen de extrañas y curiosas materias de una ciencia olvidada, / mientras daba cabezadas, casi dormido, de pronto hubo unos golpecitos, / como de alguien que llamara suavemente, llamara a la puerta de mi cámara."

El fundador del género fue el escritor estadounidense Edgar Allan Poe, creador del personaje de C. Auguste Dupin. Los métodos de deducción de Dupin y sus excéntricos hábitos personales sirvieron de modelo para todas las novelas policiacas posteriores. Dupin hizo su aparición en abril de 1841, cuando la Graham’s Magazine publicó el relato de Poe Los crímenes de la calle Morgue, ya un clásico del género. El personaje de Dupin está inspirado en el primer detective de la vida real, François Eugène Vidocq, jefe del Departamento de Investigación Criminal de París.
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EL IMPACTO DE SHERLOCK HOLMES
Los relatos policíacos se hicieron realmente populares en 1887, fecha en que el Beeton’s Christmas Annual publicó Un estudio en escarlata, la novela de Arthur Conan Doyle en la que se presenta por primera vez el detective más famoso de todos los tiempos, Sherlock Holmes. En la obra de Conan Doyle se aprecia claramente la influencia de Poe. El autor confirió a su personaje una personalidad similar a la de Dupin, e igualmente excéntrica. Pese al enorme éxito obtenido con sus novelas policiacas, Conan Doyle no tardó en cansarse de su detective y decidió matarlo, pero tuvo que devolverle la vida ante las numerosas protestas de los lectores.
Agatha Christie y Ngaio Marsh
La británica Agatha Christie (a la izquierda) y la neozelandesa Ngaio Marsh (a la derecha) están consideradas dos de las mejores escritoras de novela policiaca del siglo XX. Esta foto las muestra en 1960 en el Hotel Savoy de Londres.

Las novelas de Sherlock Holmes popularizaron el género tal como hoy se lo conoce. Sus numerosos seguidores han intentado modelar a sus héroes a imagen y semejanza de este personaje único y omnisciente. A partir de 1920, año en que comienza lo que podríamos llamar la edad de oro del género policiaco, Agatha Christie alcanzó un éxito similar al de Conan Doyle con una serie de magistrales historias policiacas basadas en el personaje de Hercules Poirot.
Sir Arthur Conan Doyle
El novelista inglés sir Arthur Conan Doyle creó a Sherlock Holmes, el detective más famoso de la historia de la literatura. Desde su presentación en Un estudio en escarlata (1887), aparecería en 68 obras posteriores. Cansado de su personaje, el autor intentó matarlo en Las memorias de Sherlock Holmes (1894). Sin embargo, sucumbió ante el clamor de sus lectores y le resucitó para las siguientes obras.

La obra de Conan Doyle sembró una nueva conciencia entre los autores del género, que se diferenció así de otros tipos de literatura de crímenes y misterio. Durante la década de 1930 los escritores se esforzaron en poner a prueba la inteligencia del lector ofreciendo casos sumamente complicados, como el clásico de la habitación cerrada.
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LA NOVELA POLICIACA EN ESTADOS UNIDOS
Raymond Chandler
Raymond Chandler, autor de novelas policiacas y creador del personaje de Philip Marlowe, un duro y honesto detective privado.

Durante la década de 1920 surge una nueva variedad de historia policiaca difundida a través de las revistas de la época: el thriller. Esta nueva corriente se propuso derribar las barreras que separaban la ficción detectivesca de otros géneros populares, como la intriga y los relatos de espías. Entre los más destacados autores estadounidenses figuran Dashiell Hammett, creador de Nick Charles y Sam Spade, y Raymond Chandler, creador de Philip Marlowe, uno de los detectives más populares del siglo XX. Muchas obras de ambos escritores han sido llevadas al cine con gran éxito. Los detectives más famosos de la tradición policiaca estadounidense son tipos duros que trabajan más por dinero que por diversión. Si bien estas historias respetan todas las reglas clásicas del género, el énfasis se pone más en la acción, y la intriga pasa a ocupar una posición secundaria. A partir de 1950 esta tendencia da paso a la novela de procedimiento policial, basada en el modus operandi de los detectives reales para resolver sus crímenes. La diferencia con la tradición anterior estriba en que el lector no encuentra aquí héroes, sino hombres falibles de carne y hueso especialmente entrenados para el desarrollo de su oficio.
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LA NOVELA POLICIACA EN FRANCIA
Fue el gran poeta simbolista Charles Baudelaire quien dio a conocer el género en Francia traduciendo las obras de Edgar Allan Poe. Posteriormente llegó también la corriente inglesa encabezada por Conan Doyle, en un momento en que el género francés ya contaba con su propio personaje de ficción, el inspector Lecoq, fruto de la imaginación del novelista Émile Gaboriau. Estas dos influencias son decisivas en la obra de Gaston Leroux, que en 1907 escribe su primera y más famosa novela, El misterio del cuarto amarillo. Su popular detective Joseph Rouletabille, un joven y audaz periodista con unas dotes de análisis y deducción extraordinarias, es el protagonista de un ciclo de novelas enormemente populares entre los lectores franceses. El novelista francés de origen belga, Georges Simenon, ocupa un lugar de honor en la narrativa policiaca, con su célebre personaje del comisario Maigret, un investigador de la verdad muy humano, cuyo método consiste más que en deducir en intuir el motivo del crimen. Las novelas de Simenon se alejan de los esquemas tradicionales de la investigación y ofrecen intensos retratos psicológicos de personajes que se mueven en un mundo de soledad y hastío frente a la derrota. Entre su vastísima producción (casi 500 novelas) cabe mencionar Maigret (1934) o El testamento Donadieu (1937).
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LA NOVELA POLICIACA EN EL ÁMBITO LATINOAMERICANO
A diferencia de Francia y los países anglosajones, el género policiaco no goza de una tradición amplia en los países hispanohablantes hasta bien entrado el siglo XX. Entre los principales impulsores del relato detectivesco cabe citar a los escritores argentinos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, profundo conocedor del género y traductor de algunos de los principales títulos extranjeros. Ambos autores firmaron conjuntamente narraciones en clave de enigma como Un modelo para la muerte o Dos fantasías memorables. La novela policiaca en España surge a principios del siglo XX, como resultado de las influencias inglesa y francesa, el éxito de las crónicas periodísticas de sucesos y los antecedentes literarios de las novelas de bandoleros. En esta línea se inscriben algunos de los primeros relatos policíacos españoles, como El clavo (1853) de Pedro Antonio de Alarcón y La incógnita (1889) de Pérez Galdós, ambas basadas en delitos reales. A comienzos del siglo XX cabe citar a Emilia Pardo Bazán, que cultiva el género en diversos cuentos y una novela corta titulada La gota de sangre (1911). Este primer periodo, caracterizado por su primitivismo técnico y argumental, se inscribe en el modelo racionalista de las novelas de misterio. Entre 1939 y 1975 el género experimenta un importante desarrollo bajo la influencia del cine negro estadounidense. A finales de la década de 1950, y durante la década siguiente, comienza a dar muestras de mayor firmeza y solidez, con las obras de Mario Lacruz, El inocente (1953), y el ciclo de Francisco García Pavón protagonizado por el municipal de Tomelloso, Plinio, un divertido y atípico detective rural. En este último la intriga criminal se combina con la novela costumbrista y humorística. Pero es a partir de la década de 1970 cuando puede hablarse de una novela policiaca autóctona. Desde ese momento la lista de escritores y obras no ha dejado de crecer tanto en cantidad como en calidad. Entre la extensa nómina de novelistas españoles que han cultivado el género, desde entonces, cabe citar a Manuel Vázquez Montalbán, con su ya larga serie de Pepe Carvalho, iniciada en 1972, que opera la mayoría de las veces en Barcelona y cuyas características originales se las da el ser charnego (nacido en Cataluña de padres emigrantes), ex-comunista y gourmet, además de tener un gran cinismo y contar con los confidentes y amigos más singulares del barrio chino barcelonés. Cabe citar también a otros escritores como Juan Madrid, Eduardo Mendoza o Andreu Martín. En Brasil, uno de los escritores más importantes de literatura policiaca es Rubem Fonseca, autor de El gran arte (el crimen) y de Vastas emociones y pensamientos imperfectos, entre otras obras.


La Novela




Jorge Isaacs
Fragmento de María, única novela del escritor Jorge Isaacs, leído por un actor. Primera obra maestra de la literatura colombiana, es la historia de un amor que no llega a consumarse. Contada en primera persona por Efraín, la ilusión de su amor por María se transforma en la nostalgia del amor perdido.

Novela, narración extensa, por lo general en prosa, con personajes y situaciones reales o ficticios, que implica un conflicto y su desarrollo que se desenlaza de una manera positiva o negativa. El término novela (del italiano novella, ‘noticia’, ‘historia’, que a su vez procede del latín novellus, diminutivo de novus, ‘nuevo’) procede de las narraciones que Giovanni Boccaccio empleó para designar los relatos y anécdotas en prosa contenidos en su Decamerón. Ahora bien, como género es el resultado de la evolución que arranca en la epopeya y se continúa en el romance.
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ORÍGENES DE LA NOVELA
Desde la antigüedad se han escrito narraciones en prosa a las que se ha aplicado de manera indiscriminada el término novela. Muchos relatos que más tarde se incorporaron a la tradición literaria europea tienen su origen en Egipto. El primer texto indio que cabe considerar como precursor de la novela es quizá el Daśakumāracarita (Cuentos de diez príncipes), un romance en prosa de Dandin, escritor en sánscrito de finales del siglo VI d.C. La primera novela en opinión de algunos expertos es el relato japonés Cuento de Genji (siglo XI), de Murasaki Shikibu. El género gozó de gran popularidad entre los griegos durante los primeros siglos de la era cristiana. Dignas de mención son las Etiópicas de Heliodoro de Emesa; las Efesias de Jenofonte de Éfeso y Dafnis y Cloe, el más exquisito de los relatos pastoriles, generalmente atribuido a Longo. Los principales ejemplos de novela escritos en latín son las Metamorfosis o El asno de oro, de Lucio Apuleyo, y el Satiricón, generalmente atribuida a Petronio.
El relato largo en verso narrativo, la abundante cantidad de romances en prosa y los fabliaux franceses florecieron en Europa durante la edad media y su contenido se alimenta de los recuerdos contados y transmitidos por la tradición sobre los héroes más o menos históricos o legendarios y sus proezas. Estas obras contribuyeron al desarrollo de lo que más adelante será la novela pero que en esta época no tiene nombre como género, y se les conoce tanto como ‘libro’ —piénsese en la doble denominación libro o novela de caballerías, por ejemplo—, ‘historia’ o ‘tratado’ (Tratado de amores de Arnalte y Lucenda, 1491, de Diego de San Pedro).
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LA NOVELA EN EL SIGLO XVI
La perspectiva antropocéntrica que caracterizó al renacimiento tuvo una repercusión importante en el desarrollo de la novela. En efecto, el punto de vista del autor se desplaza y deja de observar a los héroes antiguos para fijar la mirada en los individuos de su época, fuesen éstos pastores, mendigos, hidalgos, clérigos, soldados, zagalas, alcahuetas o monjas. Además la narración se detenía en su forma de vida y en sus conflictos, generalmente amorosos, aunque también propios de los azares de la vida cotidiana: económicos, de aventuras o de supervivencia. Esto supuso un cambio transcendental que marcó el comienzo de la tendencia realista, con el nacimiento en España de la novela picaresca, autobiografía de un personaje de baja extracción social, vagabundo y servidor de una sucesión de amos: el pícaro. Los ejemplos más destacados del género son El lazarillo de Tormes (1554), de autor anónimo, y el Guzmán de Alfarache (1559-1604), de Mateo Alemán. Entre 1605 y 1612, el escritor español Miguel de Cervantes publicó la gran novela que, por sus innovaciones en el género, señalaría el origen de la novela contemporánea: Don Quijote de la Mancha. Esta novela narra las aventuras de un caballero enloquecido por sus innumerables lecturas de novelas de caballería.
Frente a esta tendencia realista se desarrolló otra idealista o de evasión representada por la novela pastoril, cuya primera gran manifestación es Los siete libros de Diana (1559?) de Jorge de Montemayor, o la sentimental, que trata el tema amoroso desarrollado de una manera poética, como puede verse en Siervo libre de amor (c. 1440) de Juan Rodríguez del Padrón.
En la América española, aparecen a lo largo del siglo XVII ejemplares de obras en las que se mezcla la novela, el relato pastoril y ciertos elementos ascéticos y religiosos, reflejo fiel de la ideología dominante. El pastor de Nochebuena, de Juan de Palafox, obispo mexicano, es la muestra representativa de ese género, en el que también se inscriben Los sirgueros de la Virgen, de Francisco Bramón, una de las primeras novelas barrocas en América (1620), y El desierto prodigioso, de Pedro de Solís y Valenzuela.
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EL SIGLO XVIII: EL AUGE DE LA NOVELA
A lo largo del siglo XVIII, la novela se convierte en un género enormemente popular y los escritores comienzan a analizar la sociedad con mayor profundidad y amplitud de miras, pero es la novela sentimental la que triunfa plenamente en este siglo. Ofrecen un retrato revelador de personas sometidas a las presiones sociales o en lucha por escapar a ellas, y realizan una crítica implícita tanto de los personajes que intentan ignorar las convenciones sociales como de la sociedad incapaz de satisfacer las aspiraciones humanas.
Los profundos cambios sociales experimentados en este periodo como resultado de la primera Revolución Industrial provocan la aparición de nuevos conflictos entre dos clases emergentes: la burguesía y el proletariado. Estas tensiones se reflejan claramente en la novela, que se propone ser un medio de intervención crítica y un instrumento de difusión de las ideas, al tiempo que analiza el nacimiento de una conciencia individual enfrentada a la realidad colectiva. Durante este periodo cabe destacar las novelas de Diderot, Defoe, Swift, Fielding, Marivaux, Rousseau o Goethe.
4.1
Desarrollo de los géneros
Jane Austen
La escritora inglesa Jane Austen fue autora de numerosas novelas que se centran en la clase media de su país. En obras como Orgullo y prejuicio (1813), quedó de manifiesto su atenta percepción de los pequeños detalles con los que ilustraba la vida cotidiana de sus personajes. Ha pasado a la posteridad por su profunda comprensión de los sentimientos y por la brillantez e ingenio de su estilo descriptivo.

Las diversas categorías de novela aparecidas durante el siglo XVIII no son independientes ni se excluyen mutuamente. La novela didáctica expone teorías sobre la educación u opiniones políticas y el ejemplo más famoso del género es Emilio o De la educación, obra del filósofo francés Jean-Jacques Rousseau. La novela gótica introduce el elemento del terror a través de apariciones, sucesos sobrenaturales, cadenas, mazmorras, tumbas y una naturaleza que muestra su rostro más sobrecogedor. La primera novela gótica fue El castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole.
La comedia de costumbres ha sido uno de los géneros más populares en la novela británica y refleja a través del lenguaje y el comportamiento el conflicto entre diferentes personajes condicionados por su cultura y su entorno social. Entre los primeros autores del género cabe citar a Fanny Burney, pero su principal exponente es, sin lugar a dudas, Jane Austen, autora de novelas como Orgullo y prejuicio (1813) y Emma (1816). Las protagonistas son normalmente muchachas que buscan el conocimiento de sí mismas y que no siempre logran marido. El ingenio, la ironía y la percepción psicológica de Austen se combinan con un estricto sentido de los modos adecuados de conducirse en sociedad.
A lo largo del siglo XVIII se observa en Europa una reinvención o transformación radical del género novelesco que afecta tanto a los mecanismos de la producción del texto como a los de su recepción. La novela pasa a convertirse en vehículo de transmisión de ideas y conocimientos. Sin embargo, la fortaleza de los modelos ingleses y franceses aconsejó a los novelistas de otros países optar por la vía de la adaptación o la traducción directamente antes que emprender un camino propio. El fenómeno de las traducciones y adaptaciones se generaliza así en el último cuarto de siglo, propiciando el resurgimiento de la narrativa tras un periodo de relativa mediocridad. En España, la novela más representativa de este periodo es Fray Gerundio de Campazas (1758), del jesuita español José Francisco de Isla. Aun siendo una novela ilustrada con la clara finalidad didáctica de censurar a los malos y ampulosos predicadores, tiene un desarrollo entre picaresco y quijotesco, pues al fin y al cabo se siguen los pasos, es decir, aventuras y desventuras, del pintoresco predicador.
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EL SIGLO XIX: DESARROLLO DE LA NOVELA MODERNA
El siglo XIX ofrece un panorama más variado. Es el momento en el que surgen ambiciosos proyectos de ciclos novelescos que quieren ser espejo e interpretación de la realidad social. Los grandes maestros de la novela moderna son quizá Stendhal y Honoré de Balzac.
5.1
Francia
Alexandre Dumas padre
El escritor francés Alexandre Dumas escribió más de 1.200 obras durante su vida. Es sobre todo conocido por sus novelas Los tres mosqueteros (1844) y El conde de Montecristo (1844).

Stendhal se perfila como el gran psicólogo del amor, la ambición y el ansia de poder, y es autor de obras magistrales como Rojo y negro o La cartuja de Parma, en las que aparece un nuevo tipo de héroe, el inadaptado social. Balzac, por su parte, se convierte en el principal historiador de la Francia de su tiempo con su vasta obra en 47 volúmenes, La comedia humana, un retrato de la sociedad francesa marcado por la ambición material y el desarrollo tecnológico.
Honoré de Balzac
Honoré de Balzac, uno de los más importantes novelistas de la literatura mundial, escribió más de cien obras que destacan por sus soberbias descripciones de la vida en la Francia de su tiempo y por la intensidad de los retratos de sus personajes. Su obra fundamental, La comedia humana, es una obra que comprende unas noventa novelas, en las que se presenta al lector una amplia y colorista panorámica de la sociedad francesa del siglo XIX.

La siguiente generación de novelistas franceses manifiesta un profundo interés por la novela como obra de arte y medio para el análisis casi científico de la sociedad. Gustave Flaubert se propone, con Madame Bovary y La educación sentimental, escribir sobre la vida cotidiana sin abandonar el sentido clásico de la forma. Flaubert opinaba que el novelista debe abordar sus temas con la objetividad de un científico. Otro gran novelista francés, Émile Zola, compartía con Flaubert la pasión por la ciencia y concebía la novela como una suerte de laboratorio donde el autor experimenta con seres reales. Fruto de esta concepción es su serie de veinte novelas Los Rougon-Macquart, donde analiza los efectos de la herencia y el entorno sobre los miembros de una familia francesa.
5.2
Gran Bretaña
Charles Dickens
Una de las pocas incursiones que hizo Dickens en la novela histórica fue en Historia de dos ciudades, situada en tiempos de la Revolución Francesa. Un actor lee este fragmento: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la insensatez, era la época de la creencia, era la época de la incredulidad, era la estación de la luz, era la estación de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación…"

La característica más destacada de la novela moderna, así como del espíritu moderno, es su conciencia de la historia. A lo largo del siglo XIX, dominado en Gran Bretaña por la figura de Walter Scott, la novela histórica se convierte en el género más popular. Entre los principales novelistas europeos influidos por Scott cabe citar al italiano Alessandro Manzoni, con Los novios, y a Alexandre Dumas padre y Victor Hugo en Francia.
Otra gran preocupación de los novelistas británicos fue la crítica social, reflejada en sus novelas a través del diálogo, la caracterización y la descripción, desarrolladas por los maestros del siglo XVIII. Dickens realiza una crítica despiadada de la sociedad victoriana, no tanto por su realismo como por su capacidad para inventar personajes y situaciones cómicas que se presentan a veces con simpatía, a veces con profundo desdén, pero siempre con la más absoluta intensidad. Su vida y su literatura se sustentan sobre metáforas tan ilustrativas como el entierro, la cárcel o el renacimiento. Las novelas de Dickens, el más grande autor inglés desde Shakespeare, alcanzan la intensidad propia del drama poético. Otros autores dignos de mención son Thackeray (La feria de las vanidades), George Eliot (Middlemarch) y Trollope (Las torres de Barchester), que ofrecen un análisis detallado y lúcido de la vida británica en los momentos decisivos del siglo.
Algunos escritores victorianos optaron por alejarse de los males urbanos y buscar refugio en la vida rural. Tal es el caso de Emily Brontë, autora de Cumbres borrascosas, una apasionada novela dramática en la que expone el conflicto entre dos seres tan opuestos como las brumas del invierno y el sol estival, y que destaca por su intensidad lírica y su lograda estructura. Su hermana, Charlotte Brontë, es autora de una gran novela, Jane Eyre, en la que revela la psicología de una joven dotada de un gran ardor intelectual y espiritual, que sabe muy bien lo que vale y exige igualdad del hombre al que ama.
5.3
Estados Unidos
Henry James
El escritor estadounidense Henry James se trasladó a Inglaterra en 1875, con poco más de treinta años. Por ello, sus novelas, relatos y ensayos revelan los contrastes entre Europa y Estados Unidos. Su estilo, caracterizado por la riqueza psicológica de sus personajes, fue adquiriendo, una gran complejidad, escondida tras unos argumentos aparentemente sencillos.

Los novelistas estadounidenses William Gilmore Simms y Nathaniel Hawthorne afirmaban que sus obras de ficción literaria no eran novelas sino romances. En opinión de Hawthorne las condiciones de vida en Estados Unidos hacían imposible escribir novelas. En cierto sentido la novela estadounidense aún conserva algo de los viejos romances y a menudo manifiesta un carácter alegórico y mítico. La letra escarlata (1859), de Hawthorne, explora con sutileza la naturaleza del pecado y la conciencia puritana. Otro destacado novelista que se sirvió del método simbólico, Herman Melville, escribió un gran drama poético sobre la conquista de lo absoluto, simbolizada en la persecución de una ballena: Moby Dick (1851).
El novelista Mark Twain censura con grandes dosis de ironía y humor en Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) los vicios de una sociedad autocomplaciente. Este libro contribuyó asimismo al nacimiento de un estilo literario típicamente estadounidense, al demostrar las enormes posibilidades expresivas de la lengua coloquial.
Pese a que su conocimiento de la dinámica social no era tan sólido como el de los novelistas victorianos, los escritores estadounidenses no ignoraron los grandes cambios sociales de la edad dorada. Uno de los autores más destacados de finales del siglo XIX y principios del XX, Henry James, se estableció en Europa con la intención de convertirse en el sucesor de Flaubert. Sus novelas, centradas en el tema de la explotación de la inocencia en manos de la experiencia, y que en cierto modo reflejan la explotación de América por parte de Europa, se caracterizan por su preocupación formal y estética. James se proponía dotarlas de la intensidad propia de la mejor poesía o la pintura.
5.4
La novela rusa
Durante el siglo XIX, marcado en Rusia por el fervor intelectual y el compromiso político, la novela se convierte en un arma contra el despotismo y la censura y en un vehículo para la expresión de ideas éticas y filosóficas. En este marco se produce el nacimiento del realismo narrativo que domina la segunda mitad del siglo. Destacan en este periodo tres grandes maestros: Nikolái Gógol, Fiódor Dostoievski y Liev Tolstói. Gógol supo conquistar un lugar completamente autónomo dentro de la literatura rusa y su influencia es determinante en toda la generación de narradores de la segunda mitad del siglo. Dostoievski es el padre de la moderna novela psicológica y de ideas. Convencido de que la naturaleza humana se define por sus extremos, realizó un profundo análisis de la desesperación y la marginación. Sus novelas Crimen y castigo (1866) y Los hermanos Karamazov (1879-80) figuran entre las obras de mayor repercusión en la literatura y el pensamiento universal. Tolstói logra representar de manera global la compleja realidad de su país. Sus novelas Guerra y paz (1865-1869) y Ana Karénina (1875-1877) representan la fuerza del instinto y de los afectos en el ámbito de lo cotidiano.
5.5
España
Hacia mediados de siglo XIX se inicia el desarrollo del género realista en España. En sus primeras manifestaciones no tendrá la hondura ni el análisis crítico de las novelas que se están escribiendo en Europa, pero a finales de siglo alcanzará un gran esplendor narrativo. Entre los más destacados representantes del género cabe mencionar a Juan Valera (Pepita Jiménez, 1874), Alarcón (El sombrero de tres picos, 1874) y José María de Pereda (Sotileza, 1885), educados en el romanticismo; y Emilia Pardo Bazán (Los pazos de Ulloa, 1886), Leopoldo Alas (La regenta, 1884-1885) y Blasco Ibáñez (Cañas y barro, 1902), que abordan cuestiones como las trabas sociales a la libertad individual, la virtud y la condena del vicio e introducen temas de carácter regionalista. Hacia finales de la centuria esta fértil corriente confluye en la obra de Benito Pérez Galdós. Autor de casi un centenar de novelas, Galdós se convierte en testigo excepcional de la historia de España y logra calar profundamente en el espíritu de la época. Entre su abundante obra, cabe destacar los Episodios nacionales (1873-1879), Fortunata y Jacinta (1886-1887), Tristana (1892) y Misericordia (1897).
5.6
Latinoamérica
La novela hispanoamericana en el siglo XIX se planteó desde sus inicios como expresión de una conciencia nacional, cargada de elementos sociales y morales, que pretendía asumir el carácter de documento histórico. Después de dos siglos de literatura esta línea sigue viva en las obras actuales, cuyos temas siguen siendo el nacionalismo, la intensificación de lo autóctono, la lucha por la libertad frente a los dictadores y tiranos, y una permanente denuncia social y moral.
El romanticismo duró mucho en América e intensificó los temas políticos y sociales, de carácter histórico o problemática inmediata. Los argentinos Esteban Echeverría, con El matadero (1871), un relato que anticipa el realismo, y José Mármol con Amalia (1851-55), inician el romanticismo social en obras que son al mismo tiempo crónica de una época. Guatimozín (1846), de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, relato de la conquista de México, y Enriquillo (1877), del dominicano Manuel de Jesús Galván, que cuenta las experiencias de los conquistadores, son ejemplos de una reelaboración romántica de temas históricos.
Simultáneamente, se desarrolló una línea de novelas, en clave lírico-sentimental, cuyo máximo exponente se encuentra en María (1876), del colombiano Jorge Isaacs, considerada la mejor novela romántica hispanoamericana.
El movimiento de Reforma en México influyó en el desarrollo de la novela histórica y de contenido moralizante, en un periodo de transición al realismo costumbrista. Juan Díaz Covarrubias había publicado Gil Gómez el insurgente (1858), pero poco más tarde las obras más conocidas fueron Los bandidos de Río Frío (1889), folletín costumbrista, y El Zarco (1886), de Ignacio Manuel Altamirano, de intención reformadora y enseñanza moral.
El colombiano Eugenio Díaz Castro escribió Manuela (1878), novela criolla y costumbrista, que tuvo amplia aceptación. Al filo de ambos siglos, el mexicano Rafael Delgado escribió muchas obras de inclinación naturalista, entre las que destacan La Calandria (1890), Angelina (1893) y Los parientes ricos (1903).
En la misma línea están el argentino Eduardo Gutiérrez, con Juan Moreira (1880), de tema gauchesco, y la interesante novela indigenista Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner, que plantea los problemas de los indios y su proyección social.
El realismo europeo influyó sobremanera en los escritores hispanoamericanos, que siguieron las huellas de Zola y Balzac. A caballo entre dos siglos, el realismo latinoamericano continúa el costumbrismo y el naturalismo para dar paso, con los nuevos autores, a un modernismo múltiple que derivará hacia distintas expresiones inicialmente regionalistas.
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EL SIGLO XX: BÚSQUEDA Y EXPERIMENTACIÓN
Manuscrito de En busca…
Último cuaderno del manuscrito de En busca del tiempo perdido, novela de novelas.

En el curso del siglo pasado la novela sufrió importantes transformaciones temáticas y estilísticas. Los temas psicológicos y filosóficos cultivados por los novelistas de finales del siglo XIX alcanzan la cima de su desarrollo con las tres principales figuras literarias del primer tercio del siglo XX: Marcel Proust, Thomas Mann y James Joyce. En busca del tiempo perdido, uno de los proyectos literarios más ambiciosos de todos los tiempos, supone por parte de Proust un análisis minucioso de la memoria y el amor obsesivo, en un complejo contexto de cambio social. Este grandioso fresco de la sociedad francesa de comienzos del siglo XX introduce un nuevo modo de narrar y escribir y provocará una auténtica revolución en toda la literatura posterior. La obra de Mann, de la que cabe destacar Los Buddenbrook y La montaña mágica, analiza con lucidez y virtuosismo literario los grandes problemas de nuestro tiempo, fundamentalmente la guerra y la crisis espiritual en Europa. Ulises de Joyce es uno de los libros fundamentales de la literatura moderna y su repercusión ha sido tal que se habla de literatura pre y post-joyciana. Inspirada en la epopeya homérica, la novela narra un solo día en la vida de Leopold Bloom. La obra de Joyce se propone compendiar todos los aspectos del hombre moderno y su relación con la sociedad. Para ello se sirve del monólogo interior, técnica que permite al lector introducirse en la mente de los personajes y habitar en su inconsciente. La complejidad de esta novela, que revela una vasta erudición, se refleja en el lenguaje a través de la invención de nuevas palabras y construcciones sintácticas.
Otros grandes novelistas europeos del siglo XX comparten con Mann la preocupación por transmitir sus ideas filosóficas a través de los personajes. Los más destacados son el alemán Hermann Hesse (El lobo estepario, 1927), cuyo interés por los componentes irracionales del pensamiento y ciertas formas del misticismo oriental anticipó en cierto sentido las posturas de las vanguardias europeas; los españoles Pío Baroja (El árbol de la ciencia, 1911) y Miguel de Unamuno (Niebla, 1914; Abel Sánchez, 1917); los escritores y filósofos franceses Albert Camus (La peste, 1947) y Jean-Paul Sartre (La náusea, 1938) —principales exponentes de la corriente existencialista—, que abordan en sus obras temas como el absurdo, el dolor y la soledad de la existencia; el novelista checo Franz Kakfa (El proceso, 1925; El castillo, 1926), creador de una singular obra de carácter alegórico y difícil interpretación que gira en torno al tema fundamental de la culpa y la condena; el irlandés Samuel Beckett (Molloy, 1951), muy próximo a Kafka en sus parábolas de la futilidad humana y a Joyce en su afición a los juegos de palabras; o el estadounidense William Faulkner, heredero de Joyce y Proust y autor de novelas sumamente complejas sobre la derrota y el desmoronamiento existencial.
Thomas Mann
El escritor de origen alemán Thomas Mann, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1929, está considerado como una de las figuras literarias más destacadas del siglo XX. En su obra narrativa, en la que aparecen personajes sumidos en profundos conflictos espirituales, utilizó la ironía y el análisis psicológico. En su conocida obra La montaña mágica (1924), analizó en detalle la Europa de su época.

La influencia de Tolstói en escritores posteriores se ve reforzada en Rusia por la estética marxista. Máximo Gorki (La madre, 1907) y Borís Pasternak (Doctor Zhivago, 1956) siguen abordando la relación entre los problemas personales y los acontecimientos políticos. El exiliado Vladimir Nabokov (Lolita, 1955; Pálido fuego, 1962), que escribió en alemán y en inglés, desprecia las preocupaciones morales y filosóficas de Tolstói y opta por el esteticismo de Proust.
Tras la II Guerra Mundial se produce el llamado boom de la literatura latinoamericana. Entre los principales representantes de esta corriente destacan el argentino Julio Cortázar (Rayuela, 1963), el colombiano Gabriel García Márquez (Cien años de soledad, 1967), el mexicano Carlos Fuentes y el peruano Mario Vargas Llosa.
6.1
Gran Bretaña
El escritor polaco en lengua inglesa Joseph Conrad fue el novelista de las situaciones límite, del hombre que lucha por ser fiel a una concepción ideal de sí mismo. Conrad fue marino por espacio de veinte años y su experiencia en el mar le proporcionó el material de sus principales novelas. En ellas celebra la vida en el mar y el exotismo oriental. Uno de los grandes estilistas de nuestro tiempo, entre las principales novelas de Conrad cabe citar Lord Jim (1900) y Nostromo (1904).
Alrededor de 1914 la fe en las ciencias sociales pasa a ocupar temporalmente un lugar secundario entre los pensadores progresistas y el psicoanálisis se sitúa en el centro de todas las preocupaciones. La teoría del complejo de Edipo (al parecer la clave de las relaciones sexuales) ofreció a D. H. Lawrence la inspiración para su novela Hijos y amantes (1913). En novelas posteriores, como El amante de Lady Chatterley (1928), Lawrence analiza la naturaleza de la sexualidad femenina.
Virginia Woolf desarrolló la técnica del monólogo interior introduciendo, a diferencia de Joyce, una organización mayor de los elementos inconscientes. Lo prueban obras de gran penetración psicológica como La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Las olas (1931).
Tras la muerte de Joyce, la crítica ha señalado la falta de humor y originalidad en la narrativa inglesa. Entre los autores más brillantes destaca Graham Greene, que cosechó un amplio éxito de público con sus novelas de pecadores perseguidos por un Dios bondadoso.
6.2
Estados Unidos
Philip Roth
La polémica novela La queja de Portnoy, autobiografía escrita en 1969, proporcionó notoriedad pública al escritor estadounidense Philip Roth. La trama se centra en la confesión del personaje, Alexander Portnoy, desde el diván del psicoanalista. El tratamiento explícito dado por Roth a las cuestiones sexuales le originó conflictos con los sectores conservadores de la sociedad, que pretendieron sacar sus libros de circulación.

Los novelistas estadounidenses de la primera mitad del siglo XX reflejaron la sociedad con voluntad reformista o revolucionaria. Algunos se preocuparon ante todo por denunciar la injusticia, como John Dos Passos o John Steinbeck.
Las novelas de F. Scott Fitzgerald (El gran Gatsby, 1925; Suave es la noche, 1934), Ernest Hemingway (Adiós a las armas, 1929; Por quién doblan las campanas, 1940) y Nathanael West (El día de la langosta, 1939) se caracterizan por el uso coloquial del lenguaje. La propensión al mito de los novelistas estadounidenses se pone de manifiesto en la obra de William Faulkner, especialmente en Luz de agosto (1932) y Absalom, Absalom (1936).
Tras la II Guerra Mundial destaca un importante grupo de autores judíos que sitúan la ficción estadounidense a la altura de la novela rusa del siglo XIX: Norman Mailer (Los desnudos y los muertos, 1948), Saul Bellow (Las aventuras de Augie March, 1953) y Philip Roth (Adiós, Columbus, 1959). Entre los principales autores contemporáneos cabe mencionar a John Updike, Joyce Carol Oates y Toni Morrison.
6.3
España
Juan Marsé
La narrativa del barcelonés Juan Marsé profundiza en la memoria de la posguerra de su ciudad natal y recrea unos personajes realistas, marginados o representativos de ciertos estratos sociales de la época, a los que el autor aplica siempre una mirada crítica.

Con la llegada del siglo XX se inicia en España un amplio movimiento de renovación cultural y artística —perfectamente ejemplificado en las obras de Unamuno, Azorín, Valle-Inclán y Baroja— que da lugar en el primer tercio del siglo a una prosa enormemente plural y rica tanto estilística como temáticamente. La novela de la década de 1920 rompe con la disposición lineal del tiempo y asimila la influencia de las vanguardias plásticas, los avances científicos y técnicos, el cosmopolitismo y el nacimiento del cine, al tiempo que alerta contra los peligros de deshumanización que acechan tras este complejo proceso social. En esta línea se inscriben los escritores Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró y Gómez de la Serna, que intentan encontrar un equilibrio entre la conciencia ética y la conciencia estética o artística.
Tras la Guerra Civil y la instauración de la dictadura franquista se produce un grave empobrecimiento intelectual en la vida española. Los escritores que no se han exiliado se ven obligados a reducir su universo narrativo al ámbito de lo cotidiano y la intimidad, mientras que otros se acomodan a la nueva situación. Entre los principales narradores de posguerra cabe citar a Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte, 1942), Gonzalo Torrente Ballester (Javier Mariño, 1943), Miguel Delibes (La sombra del ciprés es alargada, 1947) y Carmen Laforet (Nada, 1945).
Juan Benet
Juan Benet, autor de Volverás a Región y Saúl ante Samuel, protagonizó una de las líneas de ruptura de la narrativa española, superando el realismo social de los años de la posguerra y primando el estilo frente al asunto.

Durante la década de 1950 este individualismo de carácter existencialista da paso a un realismo consciente de la dimensión social, al tiempo que se amplía y enriquece el horizonte formal de la novela. Sobresalen en este periodo La colmena (1951), de Cela; y El Jarama (1956), de Rafael Sánchez Ferlosio. La década de 1960 supone para la novela la clausura del periodo de posguerra, el reencuentro con algunos novelistas del exilio y el acercamiento hacia el experimentalismo europeo. Este proceso comienza con la novela Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín Santos, y culmina con una serie de personales y sólidas realizaciones que aparecen a mediados de la década, entre las que cabe mencionar las obras de Juan Benet (Volverás a Región, 1968) y Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966).
En vísperas de la muerte de Franco el proceso de experimentación produce sus frutos en importantes creaciones de Juan Benet (Un viaje de invierno, 1972), Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J.B., 1972), Juan García Hortelano (El gran momento de Mary Tribune, 1972) o Juan Marsé (Si te dicen que caí, 1973).
6.4
Latinoamérica
Dentro de la corriente naturalista se sitúan el argentino Eugenio Cambacérès con En la sangre (1887), sobre la vida de los emigrantes, y el mexicano Federico Gamboa, con Santa (1908), su obra más leída, en la que apunta la decadencia moral de la sociedad mexicana de principios del siglo XX.
El modernismo supone una multiplicación temática que va desde el cosmopolitismo, con matices históricos y psicológicos, como La gloria de Don Ramiro (1908) del argentino Enrique Larreta, hasta las obras de carácter regionalista, como Don Segundo Sombra (1926), la mejor novela de Ricaldo Güiraldes, de tema gaucho, o Raza de bronce (1919), del boliviano Alcides Arguedas, una visión realista y objetiva del problema indígena.
La revolución mexicana, en el primer tercio del siglo, favoreció el florecimiento de novelistas, entre ellos Mariano Azuela, con Los de abajo (1916), premio Nacional de Literatura, y Martín Luis Guzmán, con El águila y la serpiente (1928).
La novela regionalista, que había producido obras de inspiración criolla y denuncia social, dejó paso a las llamadas ‘novelas de la tierra’, verdadero canto a la naturaleza americana, que presentaban el enfrentamiento entre los hombres y el medio, sus luchas y trabajos por transformar la realidad. Abrió el ciclo La vorágine (1924), del colombiano José Eustasio Rivera, impresionante cuadro de costumbres, que narra la destrucción del individuo por la naturaleza y alcanzó su momento culminante con Doña Bárbara (1929), del venezolano Rómulo Gallegos, pedagogo, periodista, presidente de la República y excelente paisajista. Una de las obras más representativas de esta tendencia fue La marquesa de Yolombó (1928), del colombiano Tomás Carrasquilla, que describe la fascinante historia de un personaje femenino en lucha contra el medio, en pleno ambiente minero de Antioquía.
A partir de 1940 se produjo una clara ruptura con el realismo anterior, el realismo social, para dar paso, a través de un largo proceso de maduración, al llamado realismo mágico, que algunos autores han llamado “lo real maravilloso americano”. Mientras el regionalismo seguía las pautas renovadoras del modernismo, las nueva novela era más un vehículo del conocimiento del hombre y de la realidad en la que éste se inserta.
Aparecen obras de gran interés: El señor Presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, premio Nobel en 1967, que describe magistralmente la deformación del poder político; Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962) del cubano Alejo Carpentier, el renovador de la novela del momento; Al filo del agua (1947), del mexicano Agustín Yáñez, auténtico fresco histórico narrativo.
Pero el compromiso político de los escritores latinoamericanos iba a encontrar muy pronto, en las luchas revolucionarias contra la dictadura, nuevos motivos y exigencias expresivas. Al filo de la década de 1960 la multiplicidad de autores, la renovación estilística y la internacionalización de sus obras se vieron favorecidas por una coyuntura irrepetible: el triunfo de la Revolución Cubana, que provocó una explosión de simpatía y optimismo; la aparición de numerosas revistas que apoyaban y promovían esa circunstancia histórica y, sobre todo, la fuerza de producción y la capacidad expansiva de la industria editorial catalana, que pretendía dominar y recuperar los mercados lectores de América Latina.
La institución de los premios Biblioteca Breve y Nadal fue una oportunidad bien aprovechada. Gracias a esas circunstancias se consolidó el llamado boom de la novela latinoamericana, cuyos rasgos definitorios son: preocupación por la estructura narrativa, experimentación lingüística, invención de una realidad ficcional propia, intimismo y rechazo de la moral burguesa. El boom tuvo sus teóricos, como el uruguayo Carlos Rama; sus promotores, como el argentino Julio Cortázar, el colombiano Gabriel García Márquez o el mexicano Carlos Fuentes, e incluso sus detractores, como le ocurrió al cubano Guillermo Cabrera Infante, en una etapa inicial.


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