El invento de la literatura




Julio Cortázar
Puede que no haya literatura en el futuro, pero si la hay seguirá evolucionando. Esto es lo que se desprende de las palabras del escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) y de su charla conferencia que dio con el título de 'Cortázar por él mismo', en París en 1957, en la que analizaba su vida y obra.

Literatura, término que designa un acto peculiar de la comunicación humana y que podría definirse, según la palabra latina que le da origen, como arte de escribir, escritura, alfabeto, gramática, conjunto de obras literarias. Pero litteratura deriva a su vez del latín litterae, ‘letras, caracteres, escrito, obra literaria’. El término no apareció en todas las lenguas al mismo tiempo: francés littérature (1120), italiano letteratura (siglo XIII), inglés literature (1375), alemán Literatur, portugués y español literatura (siglo XV). Lo que no se puede olvidar nunca es que es un arte cuyas manifestaciones son las obras literarias, es decir, “creaciones artísticas expresadas con palabras, aun cuando no se hayan escrito, sino propagado boca a boca”, según la definición de Rafael Lapesa. Esta importante aclaración permite considerar como literatura todas las obras anteriores a la invención de la imprenta y, sobre todo, las que no se han transmitido por escrito sino oralmente, es decir, el amplio cuerpo del folclore, los cuentos tradicionales, los chistes y hasta los proverbios que corren en boca del pueblo.
Este término también se aplica al conjunto de obras escritas de un país (literatura griega, argentina, catalana); de una época (literatura medieval, literatura contemporánea); de un estilo o movimiento (literatura romántica, surrealista, creacionista).
Cualquier texto escrito no es literatura; sólo lo serán aquellos que estén realizados con arte. Una obra literaria tiene un valor estético en sí misma, que hace que sea apreciable, valorable o medible en cualquier momento, pero también está sujeta a los valores estéticos de la época, del lector o del crítico que determinan lo que está escrito con arte y lo que no. El paso del tiempo es quien dirime este asunto.
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CARACTERÍSTICAS DE LA OBRA LITERARIA
La singularidad de la obra literaria, en comparación con otras manifestaciones artísticas como una escultura, cuadro o composición musical, es que su materia prima son las palabras y las letras, es decir, el lenguaje, del que todas las personas se sirven para expresarse, la mayoría de las veces sin pretensiones estéticas. Una instancia no es una obra literaria, ni un informe de una compañía de seguros por muy bien escrito que esté. La razón principal es que quien o quienes los han escrito no han pretendido realizar una creación artística. Sin embargo, hay textos técnicos que sí lo son, como el Informe en el expediente de Ley Agraria, porque su autor, Jovellanos, sí tenía inquietudes literarias.
Así pues, se suele admitir que para que un texto tenga valor literario debe reunir las siguientes características: intención del autor en realizar una creación estética; uso de un lenguaje literario, lo que no significa que tenga que estar cargado de figuras retóricas o de vocablos cultos y poéticos; validez universal, esto es, que no vaya dirigida a una sola persona (receptor individual), sino a un público general y desconocido (receptor universal); destinada a gustar, a proporcionar un placer estético por encima de consuelo, alegría, información o formación.
La literatura, entendida como producto elaborado del lenguaje, influye también en la conciencia que los hablantes tienen de su propia lengua. Recoge los usos de la calle pero cada escritor, a su vez, mediante su manera singular de combinar las palabras, de transgredir incluso la sintaxis normativa, estimula (como otras artes) una nueva percepción del mundo y de los términos que lo designan; renuncia a los lugares comunes y a los tópicos que transmiten, precisamente, una visión adocenada y simplista de las relaciones entre los seres humanos. La literatura, en tal sentido, aun guiándose por sus propias leyes de composición, no puede desprenderse de los cambios sociales, del contexto histórico que le ha dado origen ni de las demás áreas del conocimiento humano.
Tendencias más recientes de la crítica literaria y de la reflexión estética consideran que no debe aislarse el estudio de una obra literaria de otros productos que, como los géneros introducidos por los medios de comunicación de masas (cómic, fotonovela, telenovela, canción popular), aportan datos para el estudio y la comprensión de un fenómeno que depende de los cambios sociales y de la revisión permanente de la juicios de valoración artística. El posmodernismo y, sobre todo, el neobarroco aparecen como nuevas respuestas o hipótesis destinadas a poner en cuestión el amplio campo denominado literatura. 

La trama literaria





Trama (literatura), organización de acontecimientos y acciones en una obra narrativa o dramática, y también el esquema general que un autor traza para obtener un efecto artístico determinado. La trama se diferencia del argumento en que busca establecer conexiones causales entre los distintos elementos de la narración más que la simple sucesión de una secuencia de acontecimientos.
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CONCEPCIONES DE LA TRAMA
Northrop Frye
La obra del crítico literario canadiense Northrop Frye identifica y analiza los arquetipos o tópicos, encontrados en el mito, la literatura y la imaginación popular. La obra más importante de Frye es Anatomía de la crítica (1957).

En el siglo IV a.C., el filósofo griego Aristóteles articuló algunos aspectos importantes de la trama en su Poética, aunque críticos posteriores han desafiado y adaptado sus teorías. Aristóteles define la trama como “el principio fundamental” de la tragedia y “la imitación de la acción”, y formula la teoría de la “trama unificada”, esto es, una trama con planteamiento, nudo y desenlace, cuyas partes tienen funciones independientes, pero también contribuyen al todo narrativo. En esta trama los elementos están “tan conectados que la transposición o eliminación de cualquiera de ellos deformaría el todo”. En el modelo aristotélico el fin de la trama, su resolución, a menudo es precipitado por una catástrofe, que puede haber sido provocada por un súbito revés de la fortuna (peripeteia) e ir acompañado del conocimiento de una verdad antes ignorada (anagnorisis). Si estos elementos se manejan bien, la trama crea una serie de expectaciones y una sensación de intriga en el lector o espectador que se verá satisfecha cuando aquélla se resuelva.
Aristóteles formuló sus teorías para describir la tragedia; el posterior auge de la comedia y, en particular, la aparición de la novela, exigieron un desarrollo de sus planteamientos. Muchos críticos han discutido la relación entre la trama y el personaje. El novelista Henry James resaltó que no resulta fácil distinguirlos: “¿Qué es el personaje sino la determinación de un episodio? ¿Qué es el episodio sino la ilustración de un personaje?”. El desarrollo de la trama está influido por la naturaleza y las acciones de sus personajes, y éstos están, por lo menos en parte, definidos por lo que sucede en aquélla. En una novela o pieza teatral bien resuelta los dos deben desarrollarse en armonía. En su libro Aspectos de la novela (1927), E. M. Forster apunta que las exigencias de la trama pueden, a veces, debilitar a los personajes, al exigirles una contribución excesiva a su desarrollo, privándolos de vitalidad. Concluye diciendo que la trama requiere invenciones demasiado obvias y artificiales para resolverse que disminuyen el impacto general de la novela.
A partir de la década de 1920, han proliferado las teorías sobre la composición estructural de la novela, la poesía y el teatro. Northrop Frye, cuya Anatomía de la crítica (1957) contribuyó sobremanera a desarrollar la llamada crítica arquetípica, que distinguía cuatro tipos de trama o mithoi en griego, correspondientes a las cuatro estaciones del año y expresadas en los géneros de la comedia (primavera), el romance (verano), la tragedia (otoño) y la sátira (invierno). La crítica bajtiniana, o dialógica, rechaza la afirmación aristotélica de la primacía de la trama y desarrolla la idea de la novela como un foro de voces y valores irreconciliables cuyo significado último permanece indeterminado. Las teorías del estructuralismo, postestructuralismo y de la desconstrucción también han cuestionado la posibilidad de una trama unificada que progrese inexorablemente hacia su resolución.
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TIPOS DE TRAMA
Existen muchas formas en las que un autor puede construir una trama para conseguir sus intenciones artísticas. En muchas de las tragedias de Shakespeare, por ejemplo, la trama reside en el conflicto entre el personaje principal o protagonista y otro personaje envuelto en una intriga contra él. En Otelo, por ejemplo, el villano o antagonista, Yago, destruye, movido por la envidia, la confianza de Otelo en su esposa Desdémona. En Macbeth existe también un conflicto entre el héroe y su conciencia cuando choca con su ambición, lo que, en parte, está personificado en Lady Macbeth. En las comedias de Shakespeare la trama, que habitualmente se refiere a la posible unión o reunión de parejas de amantes, se nutre de intriga y malentendidos, a menudo con una trama secundaria que se hace eco de la primera y la refleja. Las tramas secundarias se utilizan en varios géneros para reforzar el interés de la totalidad de la obra y para actuar como otro vehículo de sus temas y preocupaciones.
En lo que se refiere a la novela, los tipos de trama han abundado desde su aparición en el siglo XVII. Las primeras novelas inglesas, como las de Henry Fielding y Daniel Defoe, a menudo consistían en series de episodios conectados por un personaje central, como el náufrago Robinson Crusoe o el pícaro Tom Jones. En esa época también fue popular la novela epistolar, una novela narrada a través de un intercambio de cartas, cuyo exponente más célebre fue Samuel Richardson en sus novelas Pamela, o la virtud recompensada (1740) y Clarissa (1747-1748). Las novelas realistas del siglo XIX suelen presentar tramas extremadamente complejas en las que un gran conjunto de personajes interactúan a través de largos periodos de tiempo contados por un narrador omnisciente. En algunos casos recurrían a una complicación legal o financiera, por ejemplo el codicilo a un testamento en La pequeña Dorrit (1855-1857), de Charles Dickens, o las condiciones restrictivas del testamento del señor Casaubon en Middlemarch (1871-1872) de George Eliot.
La trama ha despertado particular interés en los novelistas del siglo XX, que han buscado ampliar sus límites mediante la experimentación radical con la forma narrativa. La aparición del modernismo a principios de siglo abrió la puerta a una corriente de escritura basada en el flujo de la conciencia, en la que la trama tradicional está relegada a las emociones y sentimientos de los personajes, que se comunican al lector con la mayor inmediatez posible. En Al faro (1927), de Virginia Woolf, el objeto aparente de la trama, una excursión a un faro cercano, se frustra continuamente y la acción avanza, en realidad, con el acceso a los pensamientos de cada personaje. Muchas novelas contemporáneas intentan eliminar o subvertir los métodos tradicionales de la trama para sorprender las expectativas del lector y comentar el propio proceso de escritura. Esta escuela literaria se ha llamado antinovela o nueva novela. Vladimir Nabokov, Italo Calvino o Umberto Eco han escrito novelas que ponen en duda la posibilidad de determinar un significado en los textos de ficción.


El Texto dramático




Lope de Vega
El dramaturgo español y creador del teatro nacional, Lope de Vega (1562-1635), abruma en su grandeza; Miguel de Cervantes le llamó "monstruo de la Naturaleza" con cierta envidia y desprecio aunque también reconoció que había logrado "el cetro de la monarquía teatral". La fecundidad literaria de Lope de Vega es impresionante; cultivó todos los géneros vigentes en su tiempo, dando además forma a la comedia. Escribió unas 1.500 obras teatrales, muchas de ellas perdidas, entre las que se encuentran auténticas joyas de la literatura universal como El caballero de Olmedo. El fragmento leído corresponde al final del acto III, cuando Tello encuentra a su señor moribundo.

Texto dramático, escrito cuya finalidad es convertirse en espectáculo y ser representado ante un público. En él se recogen los diálogos que deben ejecutar los actores y las didascalias o acotaciones que sirven para organizar la puesta en escena. Por lo común, en las acotaciones aparecen detallados el tono y ritmo de los parlamentos, los gestos y movimientos de quienes componen el reparto, la estructura espacio-temporal de la pieza, las cualidades y modificaciones del decorado, el vestuario, el maquillaje, los efectos sonoros y la iluminación.
Esa división convencional entre diálogos y didascalias no es una regla fija. Hay piezas protagonizadas por un solo personaje donde no hay diálogo, sino monólogo. Asimismo hay textos que carecen de acotaciones, si bien tal apreciación suele olvidar que los nombres de los personajes también corresponden a la parte didascálica del texto.
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ESTRUCTURA DEL TEXTO DRAMÁTICO
La construcción del texto dramático se plantea mediante una secuencia de unidades, delimitadas generalmente por un intervalo en la representación, especificado en el escrito. Siguiendo un esquema general, las unidades textuales básicas en el teatro occidental (véase Teatros del mundo) son los actos, las escenas y los cuadros. Su número y disposición han ido variando a lo largo de la historia.
La escena es un fragmento de la pieza teatral determinado por la salida o entrada de los personajes en el espacio escénico. De este modo, el momento que delimita una escena puede ser aquel en que alguno de los actores hace mutis o se incorpora a la acción. No obstante, esa división es rechazada por algunos autores que fijan el cambio de escena de acuerdo con el desarrollo de la acción dramática, sin tener en cuenta los movimientos del grupo de intérpretes. En cualquier caso, a la hora de definir esta unidad en el teatro clásico, se suele aludir a una configuración determinada de personajes.
Compuestos en general por una sucesión de escenas, los actos quedan separados por un descanso (entreacto), indicado habitualmente con un oscuro, una bajada de telón o un signo similar. Este fraccionamiento interno del texto dramático puede atender a un clímax en el desarrollo de la acción o a un cambio de escenario.
Un cuadro, compuesto para reflejar cierta actitud temática o estética, se diferencia del cuadro precedente por un cambio escénico, realizado ocasionalmente a la vista de los espectadores. Autores como Bertolt Brecht privilegiaron la idea de un cuadro entendido como sistema autónomo cuya peculiaridad ha de ponerse de manifiesto cuando el texto es representado.
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TEXTO Y REPRESENTACIÓN
En líneas generales, un texto teatral se caracteriza por el uso del diálogo, escrito en prosa o verso para producir el efecto de una conversación real. Su naturaleza es literaria y perdurable frente a la teatralidad propia de la representación, siempre pasajera. A diferencia de la obra textual, plenamente lingüística, la representación ofrece un juego de signos verbales y no verbales (visuales, proxémicos, acústicos, musicales) que por escrito se reducen a didascalias. En esta línea semiológica, Anne Ubersfeld considera que un texto de teatro 'se dice diacrónicamente y su lectura es lineal, en contraste con el carácter materialmente polisémico de los signos de la representación'. De ahí que, a su juicio, la percepción de lo representado suponga en el espectador 'la organización espacio-temporal de signos múltiples y simultáneos'.
Tal estructura de signos plantea una diferencia entre el texto del autor y el texto del director, puesto que el responsable de la escenificación debe traducir las didascalias, formulando cuanto éstas no aclaran. Su cualidad mediadora entre la obra y los receptores (reparto y público) subraya la potencia de sentido del texto, escrito en función de su puesta en escena.
Cuando en 1969 Tadeus Kowzan detalló los trece sistemas de signos que operan en la representación, quedó de manifiesto que el primero de ellos, la palabra, correspondía al texto dramático. Su descodificación se concreta en el ejercicio interpretativo de los actores, protagonistas de un conjunto también caracterizado por la visualidad, la plástica y el dinamismo.
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EVOLUCIÓN DEL TEXTO DRAMÁTICO
Aristófanes
El dramaturgo ateniense Aristófanes escribió comedias satíricas que han mantenido su popularidad a través de los siglos. Fue autor de más de 40 obras, de las que sólo se conservan 11.

A la hora de proponer una trayectoria del texto teatral, los historiadores hallan los documentos más antiguos en la cultura helénica. En síntesis, las manifestaciones teatrales griegas tuvieron su raíz en un tipo de ceremonias que reactualizaban la esencia del mito. El cambio en el lenguaje y la progresiva articulación de las secuencias aparecen unificados en una línea común que arranca en el ditirambo (véase Teatro y arte dramático) y acaba en el primer desdoblamiento entre las voces del coro y su corifeo. La Poética (330 a.C.), de Aristóteles, propuso un primer análisis de la tragedia, género que experimentó una serie de cambios en su estructura y reparto cuando Esquilo introdujo el segundo actor y Sófocles aumentó el número a tres. Otro cambio decisivo en el texto se dio en Roma, donde Livio Andrónico suprimió el coro.
Máscaras de la Commedia dell'arte
Las máscaras que vemos en este cuadro cubren la mitad del rostro y eran utilizadas por los actores de la Commedia dell’arte, forma teatral italiana muy popular durante el siglo XVI en la que los personajes y sus caracterizaciones eran muy exagerados.

Lejos de aquella experiencia, la liturgia eucarística altomedieval derivó hacia formas teatrales articuladas. Tiempo después, la preceptiva dramática del Renacimiento elaboró y enriqueció la teoría aristotélica de las tres unidades (acción, tiempo y lugar, de las que Aristóteles sólo abordó la primera). En todo aquel ejercicio tentativo sobre el texto, el canon popular acabó siendo utilizado como medio para remodelar el género clásico. No obstante, la presencia textual fue menor en prácticas como la Commedia dell'arte, en las cuales la improvisación del actor modificaba de forma substancial las sinopsis argumentales.
Pedro Calderón de la Barca
El dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) es el máximo representante del auto sacramental, una representación dramática alegórica sobre la Eucaristía, en la que se dramatizan conceptos abstractos de la teología católica convirtiéndolos en personajes, para que al público le resulten más concretos. En escena aparece Dios, la Discreción, la Hermosura y otros entes abstractos. Escribió unos ochenta, entre los más conocidos se encuentra El gran teatro del mundo. Un actor recita un fragmento del conocido monólogo de Segismundo en La vida es sueño.

Los autores del Siglo de Oro español propugnaron una construcción del texto en tres jornadas o actos. Característico del barroco, un progresivo desequilibrio entre texto y representación es la nota común en este tipo de planteamientos escénicos. Escritas en verso, muchas veces por razones mnemotécnicas, aquellas obras mostraban una claridad en el lenguaje a veces oscurecida por efectos de intertextualidad, pues el autor daba por supuesta la comprensión de alusiones bíblicas o mitológicas.
Escena de Kokusenya Kassen
Este grabado de Utagawa Toyokuni ilustra una escena de la obra Kokusenya Kassen, escrita por el dramaturgo japonés Chikamatsu Monzaemon, uno de los más grandes autores de teatro kabuki. Ideada originariamente para el sofisticado teatro joruri de marionetas, fue estrenada con gran éxito en 1715 y un año después fue adoptada por el kabuki.

Frente a la propuesta hispánica, los autores del teatro isabelino se inclinaron por una división del texto en cinco actos. Con esta premisa, los dramaturgos ingleses recurren a cinco vías para estructurarlo: 1) concentran en un personaje el interés del drama; 2) adoptan un enredo menor; 3) juegan con tramas compuestas; 4) proponen un drama dentro del drama; y 5) consiguen crear un clima de suspense, mediante escenas estáticas que anticipan una rápida resolución. Esa estructura, resumida por Marcello Pagnini, permite adivinar un talante normativo que no será exclusivo de los textos británicos.
Henrik Johan Ibsen
El realismo y el simbolismo constituían las características principales de la obra de Henrik Ibsen, dramaturgo y poeta noruego del siglo XIX que se apartó de los temas románticos característicos de la época. Hoy está considerado como uno de los fundadores del teatro moderno.

El siglo XVII fue el primer periodo de apogeo del teatro kabuki en Japón. Al tener que ocupar programas de hasta quince horas, los autores optaron por una división del texto principal que permitiese la inclusión de piezas complementarias. Al igual que en el teatro isabelino, la estructuración textual delataba una serie de momentos bien consolidados, acordes con el género de la pieza. Destacaban entre ellos la escena en el palacio imperial (goten), el suicidio (seppuku), el sacrificio infantil (migawari) la escena de lamento (kudoki), la escena de amor (nureba), la muerte de los amantes (shijû) y la escena de asesinato (koroshiba).
El teatro neoclásico francés del siglo XVII siguió la regla de tres unidades. Las cualidades de este modelo fueron defendidas en 1666 por el inglés John Dryden, al establecer sus teorías sobre el verso en el drama. Posteriormente, las discusiones alrededor del modelo textual se enriquecieron con nuevos esfuerzos. Ya en el siglo XVIII, Denis Diderot defendió la naturalidad en los textos: 'La bufonada, como lo misterioso en grado sumo, está fuera de la naturaleza. Tanto una como otra forma teatral desfiguran la realidad mientras que el drama burgués, de modo veraz y fiel, refleja la vida diaria, real'. Esta formulación servía de precedente a un debate, el del teatro realista y naturalista, que tomó consistencia a mediados del XIX. Coincidía además con el debilitamiento progresivo de la estructura del texto en actos.
Típica de la época, la pieza bien construida (pièce bien faite) era un tipo de texto complaciente con el gusto popular. Entre quienes desdeñaron ese tipo de escritura teatral, destaca el noruego Henrik Ibsen, cuyos efectos dramáticos ahondaron en una línea objetiva que también exploraron Strindberg y Chéjov.
La primacía del texto fue controvertida por una larga sucesión de planteamientos teóricos, establecidos por autores como Stanislavski, V. C. Meyerhold y Brecht. Corrientes novedosas, como el teatro del absurdo, propiciaron un profundo cambio lingüístico en el teatro del siglo XX. El texto libre, e incluso inexistente, expresó la estrategia dramática de los grupos de vanguardia, y los debates acerca de la naturaleza del hecho teatral, cultivados por autores como Grotowski, alentaron esa distinción tentativa entre texto y representación que caracterizó la segunda mitad del siglo. Con la polémica en curso, Peter Handke y otros dramaturgos experimentaron el desafío mediante creaciones que revisaban la matriz enunciativa del texto, jugando con propuestas que liberaban a éste de sus limitaciones académicas.


El Soneto





Joachim du Bellay
Este dibujo anónimo de mediados del siglo XVI es un retrato del poeta Joachim du Bellay. Biblioteca Nacional de Francia, París.


Soneto, palabra de origen italiano (diminutivo de sonus, 'tono', 'sonido') o incorporada en Italia por influencia del provenzal sonet, nombre de una melodía breve y ligera, una cancioncilla. En la literatura italiana antigua llegó a tener el sentido más amplio de canción. La forma canónica del soneto consiste en catorce versos endecasílabos divididos en dos cuartetos —rima ABBA ABBA— y dos tercetos, que pueden tener dos rimas (variantes CDC DCD, CDC CDC, CDD DCC) o tres (variantes CDE CDE; CDE DCE; CDE DEC; CDE EDC).
Las dos fuentes clásicas del soneto son el italiano o petrarquista y el inglés o shakespeariano. El Cancionero de Petrarca incluye 317 sonetos dirigidos a su amada Laura. El soneto petrarquista tuvo seguidores en Italia (Torquato Tasso) y se difundió también en otros países europeos: Portugal (Luís de Camões; Francia (Pierre de Ronsard, Joachim du Bellay y otros miembros del grupo conocido como la Pléyade); España. Fueron Boscán y Garcilaso de la Vega los encargados de arraigar el soneto, aunque ya el marqués de Santillana había escrito 42 sonetos fechos al itálico modo, utilizando en los cuartetos la rima ABAB, con lo que se apartaba de la norma habitual en el soneto petrarquista (ABBA).
En el siglo XVII español se destacan los sonetos de Cervantes, Góngora, Quevedo, Calderón y Lope de Vega, quien en su Arte nuevo de hacer comedias recomendaba el soneto para los soliloquios teatrales: 'el soneto está bien en los que aguardan'. Después de una escasa utilización en el siglo XVIII y en el XIX, el soneto resurge con los poetas modernistas hispanoamericanos y españoles. A la influencia de la forma tradicional, se une el gran impacto de los simbolistas franceses, lo que determinará la introducción de variaciones más o menos heterodoxas. Rubén Darío, por ejemplo, dedica un soneto a Cervantes donde combina endecasílabos y heptasílabos, y otro a Walt Whitman, donde utiliza versos de doce sílabas. Otros autores contemporáneos de sonetos son Amado Nervo, Leopoldo Lugones, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Jorge Guillén.
Entre las principales alteraciones del soneto figuran el sonetillo, compuesto en general por versos octosílabos, aunque también recurren al eneasílabo Rubén Darío, Valle-Inclán, Gabriela Mistral; el soneto con estrambote (sonetto caudato), del que hay ejemplos en Boscán, Cervantes y Antonio Machado ('A un olmo viejo') que añade al soneto normal una coda, una o más estrofas de tres versos, por lo común un heptasílabo y dos endecasílabos; el soneto acróstico; el soneto con eco (Lope de Vega).
El soneto inglés tiene su principal representante en Shakespeare y en los Amoretti (1596) de Edmund Spenser. Su forma, que exige una adaptación a una lengua menos rica en rimas que el italiano, abarca tres cuartetos, cada uno rimado de diferente manera, y un dístico final que cierra el conjunto. El esquema de las rimas es a b a b, c d c d, e f e f, gg. En el siglo XVII, se mantiene la tradición del soneto a través del poeta John Donne (Poemas divinos) y de John Milton, quien se atiene a la fórmula petrarquista y escribe sonetos tanto en inglés como en italiano. Después de casi un siglo de decadencia, el soneto renace con autores románticos como William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, John Keats. Durante el periodo victoriano, merecen citarse los Sonetos del portugués de Elizabeth Barrett Browning. El escritor argentino Jorge Luis Borges se ha servido a veces de la estructura inglesa del soneto, por ejemplo en 'El otro', cuyo dístico final dice así:

'Suyo (de Dios) es lo que perdura en la memoria Del tiempo secular. Nuestra la escoria'.
Entre otros autores de sonetos dignos de mención figuran el poeta austriaco, nacido en Praga, Rainer Maria Rilke (Sonetos a Orfeo, 1923), los norteamericanos Edwin Arlington Robinson, Elinor Wylie y Edna Saint Vincent Millay. Entre 1936 y 1938 W.H. Auden escribió los Sonetos desde China. En España, además de los ya citados, sobresalen Blas de Otero y Dámaso Alonso. Eduardo Chicharro, en La plurilingüe lengua (1945-1947), ofrece la variante humorística y paródica del soneto, valiéndose en algunos casos del ritmo ascendente y enumerativo y, en otros, de una variante singular del estrambote, como en el nº XLI:

'Ansí, ¿qué seré yo? ¡Tu escupidera!Y tú serás mi sol; yo, tu negrura;mi amor, tu rir; tu rir, mi holgura...(y porque dura)mi amor, morir; te amar, locura'.
El poeta argentino Juan Gelman cumple a veces con el canon ('Llamamiento contra la preparación de una guerra atómica') o mantiene la estructura de dos cuartetos y dos tercetos olvidándose de rima y medición estricta de los versos, como en el poema I de Rostros.


El Romancero




Romancero, conjunto de romances de origen popular y anónimos, que aun siendo un fenómeno común al continente europeo, relacionado con la vigencia de las baladas en otros países, se aplica por excelencia al romancero español por su gran calidad literaria, por su amplia difusión —España, Hipanoamérica, las islas Canarias y regiones como el norte de África o Turquía, por ejemplo, donde se instalaron los judíos sefardíes después de su expulsión por los Reyes Católicos en 1492—; por su permanencia en el tiempo —más de seis siglos—; y, con ella, por el influjo de los romances en géneros literarios como el teatro y en la poesía contemporánea.
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ROMANCES VIEJOS
Jura de Santa Gadea
Uno de los romances muy difundidos del ciclo de El Cid trata del hecho improbable del juramento exculpatorio que debió afrontar Alfonso VI respecto de la muerte de su hermano, Sancho II, y que, al parecer, Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, se encargó de tomárselo. Este óleo historicista, ocho siglos posterior a los hechos, titulado La jura de Santa Gadea, fue pintado en 1864 por Marcos Giráldez de Acosta (Palacio del Senado, Madrid).

El rasgo característico de los romances viejos es haber sido elaborados y difundidos oralmente. Se los suele clasificar en tres grupos: históricos, épicos y literarios, novelescos o de aventuras. Cualquiera de ellos obedece a una estructura entre lírica y narrativa, originalmente con versos de dieciséis sílabas de rima continua y después divididos en dos hemistiquios octosilábicos con rima asonante en los pares y, por lo general, con los impares sueltos. Véase Versificación.
Los romances históricos, como su nombre indica, se refieren a un hecho contemporáneo, por lo que son los únicos que permiten datar su origen con cierta precisión: el más antiguo narra la rebelión del prior Fernán Rodríguez en 1328. Según Menéndez Pidal, que los llama “noticieros”, existen ya en el siglo XIII. Los romances fronterizos, un tipo especial de los históricos, tratan, por lo común, hechos correspondientes al siglo XV, aunque uno de ellos habla del sitio de Baeza (1368).
Los romances épicos desarrollan temas propios de las canciones de gesta o de otras fuentes literarias y motivos específicos, como el conflicto rey-vasallo, la caída en desgracia de los monarcas, los triunfos del protagonista heroico: El Cid, los infantes de Lara, Fernán González, entre otros. Los novelescos o de aventuras se insertan en una tradición más amplia de leyendas y motivos sentimentales comunes a otros países europeos; cabe citar entre ellos el Romance de la infantina encantada.
Menéndez Pidal, uno de los grandes investigadores del romancero español junto con Jacob Grimm (1816), Agustín Durán (1848), Milà y Fontanals (1853 y 1882), señala cuatro caracteres propios del estilo del romancero: esencialidad e intensidad; naturalidad; intuición, liricidad, dramatismo; e intemporalidad. Son recursos que confirman esos caracteres la utilización del diálogo; el desarrollo de un único evento, con variedad de incidentes, más que una sucesión extensa de hechos; la tendencia a actualizar lo que se narra a través de la invocación al lector y al uso del verbo ver; la fragmentación; la repetición; el paso progresivo de una narración próxima al tema de la realidad elegido al gusto por lo misterioso, inmotivado y fantástico.
Rafael Lapesa ha insistido en la teatralidad (“histrionismo y vivificación”) en los cantares de gesta y en el romancero viejo, analizando la mezcla de los tiempos verbales: pasado y presente (“¿Qué castillos son aquellos / ¡Altos son y relucían!”); el pasado mostrado como futuro (“Allí fabló el conde Arnaldos / bien oiréis lo que dirá”); el imperfecto por el condicional, y así otros. Lapesa concluye que “los juglares hacían con la situación y desarrollo temporales de los hechos lo que los operadores de cine hacen hoy con imágenes y espacios mediante el juego de primeros planos”.
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ROMANCES NUEVOS
El interés de los poetas cultos por el romancero favorece la aparición, en la segunda mitad del siglo XV, de romances escritos. El romance más antiguo recogido por escrito es Gentil dona, gentil dona, del catalán Jaume de Olesa, en 1421. Con la difusión de las técnicas de impresión y después de la imprenta los romances se divulgan a través de pliegos sueltos y, más adelante, en cancioneros: el Cancionero musical y el Cancionero General, en 1511. La elaboración culta y el gusto de los literatos por una mayor brevedad y concisión, además de las mudanzas en la moda musical, hizo que muchos romances aparecieran abreviados y, en gran medida, enriquecidos por una mayor voluntad literaria. Llegó a sustituirse la rima asonante por la consonante, aunque en el Romancero General de 1600 se vuelve a la asonancia del romance tradicional. Por otra parte, fue desde el siglo XV cuando los romances comenzaron a escribirse en líneas de ocho sílabas, pero en el siglo siguiente los músicos Narváez y Salinas recomendaban volver a la disposición original en versos de dieciséis. El fenómeno de difusión de los romances mediante la lengua escrita dará origen al llamado “romancero nuevo”. A finales del siglo XVI coexisten, aunque con desarrollos paralelos, el romance oral y el romance escrito, y así seguirá ocurriendo hasta nuestros días.
Los romances tienen un gran apogeo durante el siglo de oro. Desde principios del siglo XVI, con el Diálogo del Nascimiento de Torres Naharro, el romance se inserta en el teatro como un intermedio cantado. Ligado a la evolución de la comedia, el romance aparece de manera abundante en las obras de Lope de Vega, quien cultiva sobre todo el de carácter épico. Pero deben tenerse en cuenta, además, los de tema amoroso, pastoril, satírico, caballeresco, villanesco, picaresco, religioso, y otros. Góngora, Quevedo y la mayor parte de los autores del siglo de oro cultivan el romance. Cervantes, en el capítulo LVII de la segunda parte del Quijote, introduce un nuevo tipo de romance, el personal, en el que domina lo individual y autobiográfico. Con la Ilustración, el romance cae en desgracia, considerado forma poética de poco valor, pero el romanticismo lo recupera y, en nuestro siglo, los poetas de la generación del 27 (García Lorca y el Romancero gitano, Jorge Guillén y su Cántico, entre otros) postulan y práctican una síntesis entre las formas cultas y los géneros líricos o lírico-narrativos populares.
Un aspecto interesante es la relación entre los romances y las letras de los juegos de corro. Diego Catalán define como “romancero infantil” al conjunto de esos romances que acompañan los juegos y entretenimientos de los niños. Ana Pelegrín, en La flor de la maravilla. Juegos, recreos, retahílas (1996), enumera y comenta los rasgos propios del romancero infantil, algunos de los cuales coinciden con los propios de la evolución del romance en general: fragmentación, sustituciones léxicas, inclusión de estribillos, adición de series líricas, contaminación con juegos. Como ejemplo de sustitución léxica, valga la que introduce una niña de León recitando el cantar Alfonso XII: “Merceditas ya se ha muerto, ya la llevan a enterrar / cuatro buques la llevaban por las calles de Alcalá”, frente a “cuatro duques la llevaban por las calles de Madrid”.


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