Guerras de Marruecos





Guerras de Marruecos

Guerras de Marruecos, también denominadas guerras de África, largo conflicto bélico mantenido entre España y el sultán y las kabilas (grupos de tribus) norteafricanas del territorio marroquí, especialmente álgido en el siglo XIX y que no finalizó hasta 1927.
La presencia de España en el norte de África se remonta cuando menos al reinado de los Reyes Católicos (a finales del siglo XV); sin embargo, es a partir de mediados del siglo XIX cuando se pasó de la etapa de las escaramuzas a la confrontación abierta (1859). Las guerras se acrecentaron a partir de 1898, con momentos críticos en 1909 (desastre del Barranco del Lobo), 1921 (desastre de Annual) y 1925 (desembarco de Alhucemas).
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INICIOS DE LA PRESENCIA ESPAÑOLA EN EL NORTE DE ÁFRICA
La acción española desde el principio se centró sobre dos núcleos costeros: Melilla y Ceuta. Después de haber sido conquistada por fenicios, romanos, bizantinos y árabes, los Reyes Católicos incorporaron Melilla (1497). En cuanto a Ceuta, con similar pasado colonial, fue ocupada por los portugueses (1415). Al unirse España y Portugal (con Felipe II), la ciudad se españolizó. Tras la separación de ambas coronas (a partir de 1640), Ceuta se quedó en manos hispanas.
A lo largo de la edad moderna, se produjeron varios momentos de hostigamiento por parte de las kabilas del Rif: los más destacados de los cuales tuvieron lugar en 1556 y en los años 1774 y 1775.
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EL CONFLICTO DURANTE EL SIGLO XIX
Batalla de Tetuán
El 5 de febrero de 1860 tuvo lugar, un día después de la conocida como batalla de Tetuán, la conquista de dicha ciudad marroquí a manos de las tropas españolas mandadas por el general Leopoldo O'Donnell, entonces presidente del gobierno. O'Donnell obtuvo por ello el título de duque de Tetuán, y el general Juan Prim el de marqués de Castillejos por su victoria en la batalla homónima que facilitó la mencionada conquista. Aquí podemos apreciar un detalle de una reproducción en blanco y negro de la obra La batalla de Tetuán, óleo de Mariano Fortuny (1863) que se conserva en el Museo de Arte Moderno (Barcelona).

Dichos hostigamientos continuaron durante la primera mitad del siglo XIX y se multiplicaron en las décadas de 1840 y 1850. Entre 1843 y 1844, tanto Ceuta como Melilla sufrieron crónicos ataques. Ramón María Narváez consiguió del sultán Muley Solimán la firma de los convenios de Tánger (1844) y Larache (1845), por los que se restituyeron los antiguos límites. Ante nuevos ataques, España reaccionó apoderándose de las islas Chafarinas en 1848.
Durante la década de 1850, se produjo un aumento permanente de la tensión, que desembocó en guerra abierta. Tenía lugar así un salto cualitativo, al pasar de la fase de hostigamiento a la de guerra declarada.
La guerra, que habría de transcurrir desde 1859 hasta 1860, sobrevino cuando parecía que la situación se normalizaba, después del Convenio de Tetuán (1859). El ataque se produjo por parte de los moros de Anghera (Anyera) a las defensas ceutíes. Ante la mirada benévola de las potencias —la más reticente fue Gran Bretaña—, Leopoldo O’Donnell, aprovechando la proclamación de un nuevo sultán, Sidi-Muhammad, declaró la guerra en octubre de 1859. Participaron unos 40.000 hombres, divididos en cuatro cuerpos, al mando de Juan Zabala y de la Puente, Rafael Echagüe y Antonio Ros de Olano; en tanto que el de reserva se le encomendó a Juan Prim y Prats. Como general en jefe actuó el propio presidente del gobierno, el general O’Donnell.
Abd-el-Krim
Desde su encarcelamiento por orden francesa, en 1915, hasta su definitiva derrota a manos españolas, en junio de 1926, Abd-el-Krim fue el principal insurgente marroquí contra el dominio europeo en su país. En 1958, no aceptó el ofrecimiento del rey Muhammad V para que regresara a su patria, tras nombrarle 'héroe nacional', y, cinco años más tarde, falleció en El Cairo (Egipto).

En enero de 1860, después de varios combates en las inmediaciones de Ceuta, se inició el avance hacia Tetuán. En el valle de los Castillejos, las tropas de Prim estuvieron a punto de sufrir un serio revés. El comportamiento de este militar y la llegada de Zabala salvaron la situación. Prim recibió a cambio el título nobiliario de marqués de los Castillejos. Tras una serie de escaramuzas, se logró una nueva victoria en el Monte Negrón. La toma de Tetuán tuvo lugar el 5 de febrero de 1860. El sultán, retirado a Wad-Ras, fue derrotado el 23 de marzo y obligado a pedir la paz el 26 de abril de ese año.
Por el Tratado de Wad-Ras, el sultán cedía a España todo el territorio comprendido desde la costa mediterránea hasta el barranco de Anghera, y desde la atlántica hasta Santa Cruz de Mar Pequeña (Ifni); o sea, el mismo que España había tenido en otro tiempo. Figuraba también la ratificación de los convenios preexistentes sobre las plazas de la ciudad de Melilla y de los peñones de Vélez de la Gomera y de Alhucemas, así como el pago de una indemnización de guerra que nunca se hizo efectiva. Mientras tanto, las tropas españolas ocuparon la ciudad de Tetuán. Por último, España pasó a ser considerada como nación más favorecida comercialmente.
Como la guerra victoriosa había tenido gran impacto en la opinión española, la paz se consideró menguada, precisamente por las expectativas neoimperialistas desatadas. Con los cañones arrebatados se fundieron los leones que pasaron a ‘guardar’ las puertas del edificio de las Cortes (Congreso de los Diputados).
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EL CONFLICTO DURANTE EL SIGLO XX
Alfonso XIII
El reinado de Alfonso XIII supuso una nueva etapa dentro del periodo de la historia de España que recibió el nombre de Restauración. En la grabación podemos escuchar al soberano, en 1921, alabando a las tropas españolas que combatían en Marruecos. La imagen reproduce un óleo de Fernando Álvarez de Sotomayor, pintado hacia 1920 y conservado en el Museo Naval de Madrid, en el que aparece el monarca vestido de almirante.

Durante la década de 1890, volvieron a surgir una serie de incidentes aislados. Sin embargo, las cosas cambiaron después del desastre colonial de 1898. España, perdido el imperio ultramarino (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), se volcó en Marruecos. Lo primero que se imponía era delimitar con precisión entre Francia y España las respectivas zonas de influencia, para evitar posibles roces suplementarios. Distintos acuerdos (suscritos en 1902 y 1904) redujeron progresivamente la zona de influencia española, hasta que en 1912 se fijaron las fronteras definitivas. Oficialmente, se estableció la figura de Derecho internacional del Protectorado; sin embargo, hasta 1927, en que se consiguió pacificar el territorio, no se puede hablar realmente de dicho régimen.
Primo de Rivera en la guerra de África
Aunque él mismo se declaró 'abandonista' (partidario de la retirada de los objetivos españoles en el norte de África), el general Miguel Primo de Rivera acabó finalmente por actuar en el conflicto marroquí, dirigiendo personalmente el desembarco que tuvo lugar al oeste de la bahía de Alhucemas, en 1925. Este monumento a Miguel Primo de Rivera, obra de Mariano Benlliure, se encuentra en la plaza de los Reyes Católicos de la ciudad natal del dictador, Jerez de la Frontera (Cádiz).

Los rifeños de la zona de Melilla volvieron, en 1909, a desencadenar la guerra. El conflicto tuvo dos frentes: uno social, con epicentro en Barcelona (Semana Trágica), y otro militar, en la zona denominada Barranco del Lobo, donde las tropas españolas sufrieron un revés notable, que a duras penas se pudo enderezar al final.
Desembarco de Alhucemas
El 8 de septiembre de 1925, el general y dictador español Miguel Primo de Rivera dirigió personalmente el desembarco que tuvo lugar al oeste de la bahía de Alhucemas (en la costa mediterránea marroquí). Un año después, el líder rifeño Abd-el-Krim resultaba derrotado definitivamente. En 1927, José Moreno Carbonero pintó este óleo, titulado Desembarco de Alhucemas.

El momento culminante de la confrontación militar tuvo lugar en julio de 1921: el llamado desastre de Annual. Fue un momento crítico cuyas repercusiones abrieron el camino hacia la dictadura de Miguel Primo de Rivera.
Después de una fase de titubeo, el dictador se decidió a acabar con la conflictiva situación marroquí. Tras una serie de preparativos, tuvo lugar el desembarco de Alhucemas (1925), lo que supuso, en un par de años (1927), que las largas guerras de Marruecos llegaran a su fin.

Guerras de Cuba





Guerras de Cuba

Voluntarios del Ejército cubano
En febrero de 1895 dio comienzo la guerra de la Independencia cubana, fase definitiva del conflicto que la historiografía española agrupó bajo la denominación genérica de guerras de Cuba. En 1898 se consumó el desastre colonial español, cuyas consecuencias económicas, sociales y políticas afectaron de modo notable al desarrollo de la Restauración. Esta fotografía de una compañía de voluntarios insurgentes cubanos, en la que se puede apreciar incluso a un niño desnudo, fue tomada poco antes de la derrota hispana.
Library of Congress/Corbis
Guerras de Cuba, denominación genérica dada a tres conflictos armados que, desde 1868 hasta 1898, enfrentaron a los independentistas de Cuba con las tropas coloniales españolas.
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GUERRA DE LOS DIEZ AÑOS (1868-1878)
Al calor de los acontecimientos que se estaban viviendo en España después del triunfo de la revolución de 1868, un grupo de hacendados, dirigidos por Carlos Manuel de Céspedes, proclamaron la independencia cubana. Fue el llamado grito de Yara, lanzado en el ingenio de La Demajagua el 10 de octubre de 1868. Pronto se sumaron a los hacendados insurgentes importantes grupos de la burguesía cubana y el movimiento fue adaptando su cadencia y sus objetivos reivindicativos a los de la propia revolución española de septiembre. En febrero de 1869 se reunió un Congreso Constituyente en Camagüey y se declaró, entre otras medidas, la abolición de la esclavitud. El 10 abril, en Guáimaro, era aprobada la nueva Constitución y Céspedes fue nombrado presidente de la llamada República en armas.
El capitán general español de Cuba, Lersundi, se vio pronto superado por los acontecimientos, aunque bajo su gobierno se constituyó un grupo de 35.000 hombres, los denominados Voluntarios de la isla de Cuba, formado en torno al casino de La Habana, que en su manifiesto fundacional proclamó: 'Cuba será española o la abandonaremos convertida en cenizas'.
Lersundi fue sustituido a principios de 1869 por Domingo Dulce, que intentó una política de conciliación sin éxito alguno y se vio obligado a dimitir en junio de ese año. Por aquellas fechas, el enviado estadounidense, Sickle, propuso al presidente del gobierno español, Juan Prim, la compra de la isla por Estados Unidos. Fracasados los intentos de pacificación y rechazada la oferta estadounidense, el gobierno español adoptó una política de “guerra sin cuartel” frente a los independentistas cubanos.
Antonio Caballero y Fernández de Rodas ocupó el cargo de capitán general de Cuba desde julio de 1869 hasta que también hubo de presentar su dimisión en diciembre de 1870. Le sucedió al frente del gobierno colonial de la isla Blas de Villate, conde de Valmaseda. Ambos intentaron someter la isla a sangre y fuego, especialmente el segundo. Un conjunto de operaciones, como la denominada “campaña de los cien días” de Caballero o las acciones del conde de Valmaseda contra el patriota cubano Antonio Maceo en la provincia de Oriente (integrada por lo que en la actualidad son las provincias de Granma, Guantánamo, Holguín, Santiago de Cuba y Las Tunas) y frente al también independentista Ignacio Agramonte en la zona de Camagüey, fueron favorables a los españoles. Pero las dos partes contendientes veían como se iban desgastando sus fuerzas poco a poco, víctimas de las enfermedades en la manigua y de las continuas escaramuzas, sin que la guerra viera cercano su fin: ni el conde de Valmaseda recibió de la metrópoli los 8.000 hombres que juzgaba necesarios para dominar la insurrección, ni los estadounidenses intervinieron de modo decisivo a favor de los cubanos.
A partir de 1873 la guerra tomó un nuevo impulso. Estados Unidos aprovechó la confusión que vivía España tras la renuncia del rey Amadeo I y la proclamación de la I República, en febrero de ese año, para hacer llegar armas y pertrechos a los insurgentes.
El 31 de octubre de 1873, en las costas de Jamaica, cerca de la ciudad de Santiago de Cuba, la fragata española Tornado capturó al Virginius, un buque mercante estadounidense que, al parecer, transportaba armas y municiones. Sometidos a juicio sumarísimo, el capitán y parte de la tripulación y del pasaje fueron fusilados. A duras penas logró el gobierno español calmar el belicismo estadounidense, animado por la prensa intervencionista, con la devolución del buque y la liberación del resto de los tripulantes. Ciertamente, en beneficio de España actuó la inquietud de Gran Bretaña, que recelaba del expansionismo estadounidense en el Caribe y temía que la anexión de Cuba fuera el primer paso para apoderarse de las Antillas británicas.
En Cuba, el conde de Valmaseda, cuyo mandato finalizó en junio de 1872, fue sucedido brevemente por otros dos capitanes generales, sustituido el último de ellos a su vez por Joaquín Jovellar (que desempeñó el cargo desde 1872 hasta 1874, periodo durante el cual tuvo lugar el llamado asunto Virginius), sin que ninguno de ellos obtuviera ningún resultado tangible en su lucha contra los independentistas. El conde de Valmaseda fue nombrado capitán general a principios de 1875, por segunda vez, y el conflicto se fue dilatando en el tiempo, mientras ganaba en atrocidad, al ordenarse el fusilamiento de los prisioneros rebeldes y ser puesta a precio la cabeza de sus dirigentes.
Los cubanos, mandados por Antonio Maceo y Máximo Gómez, lograron apoderarse de la línea fortificada (trocha) que discurría desde la localidad portuaria de Júcaro (en lo que hoy es la provincia de Ciego de Ávila) hasta Morón y extender la rebelión a la provincia de Las Villas (formada por lo que en la actualidad son las provincias de Cienfuegos, Sancti Spíritus, Villa Clara y una parte de la de Matanzas). No faltaban, empero, divisiones entre los mismos independentistas. Céspedes había sido depuesto a finales de octubre de 1873 en la presidencia de la República en armas, y su sucesor, Salvador Cisneros Betancourt, fue cesado en junio de 1875. Tras la breve presidencia de Juan Bautista Spotorno, en marzo de 1876 accedió a la misma Tomás Estrada Palma.
El fin de la primera guerra independentista cubana se produjo después de que a principios de 1875 tuviera lugar el regreso de la Casa de Borbón al trono español en la persona de Alfonso XII. En 1876, tras liquidar los últimos brotes de resistencia carlista en el norte de España, el general Arsenio Martínez Campos fue nombrado general en jefe de las fuerzas españolas en Cuba. Al frente de un ejército de 20.000 hombres, Martínez Campos venció a los insurrectos en Oriente y Las Villas y negoció con los sectores más moderados un indulto general, la abolición de la esclavitud y medidas de reforma político-administrativa que facilitaran el autogobierno. El 10 de febrero de 1878 se firmó la Paz de Zanjón y se dio por concluida la llamada guerra de los Diez Años, aunque las hostilidades no cesarían completamente hasta el verano.
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LA GUERRA CHIQUITA (1879)
El 24 de agosto de 1879, transcurrido poco más de un año desde los acuerdos de Zanjón, dio comienzo en la provincia de Oriente un nuevo levantamiento contra las autoridades españolas. El brote independentista estaba dirigido por José Maceo (hermano de Antonio), Guillermo Moncada, Quintín Banderas, Calixto García y otros jefes nacionalistas de la guerra de los Diez Años. Falto de apoyo entre la población cubana, el movimiento fue fácilmente reprimido por el general Camilo García Polavieja.
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GUERRA DE LA INDEPENDENCIA CUBANA (1895-1898)
Guerra Hispano-estadounidense
El 22 de junio de 1898, 15.000 soldados estadounidenses arribaron al sureste de Santiago de Cuba. Derrotaron a las fuerzas terrestres españolas en las defensas exteriores de las ciudades al tiempo que la fuerza naval de Estados Unidos bloqueaba el puerto de Santiago de Cuba. Cuando las naves españolas trataron de atravesar el bloqueo, fueron perseguidas por el enemigo y se hundieron o encallaron.

Ante las divergencias políticas suscitadas en España respecto del grado de autonomía que habría de concederse a la isla, y con el naciente imperialismo estadounidense como telón de fondo, estalló la tercera de las guerras de Cuba (denominada guerra de la Independencia cubana, por antonomasia). Un nuevo e indiscutible líder, el independentista y escritor José Julián Martí, tomó las riendas de la insurrección. El 24 de febrero de 1895, un día después del llamado grito de Baire, dieron comienzo las hostilidades entre los insurgentes y las tropas españolas. Los primeros compases del enfrentamiento no fueron favorables a los cubanos. Muertos al comienzo de abril de ese año Adolfo Flor Crombet y Guillermo Moncada, los nacionalistas cubanos dieron el mando supremo a Martí, que también falleció en combate el 19 de mayo siguiente. Ante esta situación, el 11 de septiembre, la Asamblea constituyente reunida en Jimaguayú (Camagüey) aprobó una nueva Constitución y dos días más tarde eligió a Salvador Cisneros presidente de la conocida como segunda República en armas.
Tomás Estrada Palma
Tomás Estrada Palma se alistó en las fuerzas patrióticas cubanas durante la guerra de los Diez Años (1868-1878) entre Cuba y España, y ascendió hasta el grado de general. En 1877, tras haber sido elegido presidente del gobierno provisional cubano, fue capturado por los españoles que le encarcelaron durante un tiempo. Después de la Paz de Zanjón de febrero de 1878 recuperó la libertad. En 1895, año en que comenzó la guerra de la Independencia cubana, la tercera y última de las guerras de Cuba, fue designado ministro plenipotenciario del proclamado gobierno provisional de la República de Cuba en Estados Unidos. Elegido primer presidente de la República Cubana en 1901, cargo del que tomó posesión en 1902, durante su primer mandato resultó evidente su sumisión y dependencia de Estados Unidos, tendencia que se reafirmó tras su irregular reelección en 1906; los sucesos revolucionarios que ésta ocasionó condujeron a Estrada Palma a requerir la intervención de Estados Unidos. Finalmente, tuvo que dimitir, y Cuba quedó bajo control del presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, que delegó este poder en un gobernador, Charles Magoon.

El gobierno español había enviado en marzo de 1895 a la isla de nuevo a Martínez Campos, que no logró restablecer el orden. En 1896 era sustituido como capitán general de Cuba por Valeriano Weyler, quien siguió la táctica ya aplicada veinte años antes por el conde de Valmaseda, es decir, la lucha sin tregua y la represión a ultranza. Los insurrectos perdieron en esta fase de la guerra a los hermanos Antonio y José Maceo (diciembre de 1896) y se vieron obligados a retroceder ante el avance de los españoles. Pero la represión de Weyler pronto se volvió en contra de los intereses de España, que se colocó en el punto de mira de la prensa estadounidense, ansiosa de legitimar una intervención militar. En octubre de 1897 el presidente del gobierno español Práxedes Mateo Sagasta cesó a Weyler y nombró en su lugar a Ramón Blanco (quien ya había desempeñado el cargo de capitán general de Cuba entre 1879 y 1881), a la vez que, en un gesto por evitar la guerra, concedía la autonomía plena a los cubanos. Entre tanto, en ese mismo mes, la llamada segunda República en armas había sustituido a Cisneros por quien hasta entonces había sido su vicepresidente, Bartolomé Masó.
Batalla de San Juan
Poco después de que diera comienzo la Guerra Hispano-estadounidense, el republicano Theodore Roosevelt, que tres años más tarde se convertiría en presidente de Estados Unidos, creó un regimiento de voluntarios cuyos miembros pasaron a ser conocidos como los rough riders. El 1 de julio de 1898, cerca de la ciudad cubana de Santiago de Cuba, tuvo lugar una batalla cuyo objeto era la posesión de la colina de San Juan, asediada por las tropas estadounidenses y defendida por los españoles, cuya soberanía sobre la isla estaba siendo disputada tanto por los independentistas cubanos como por los propios norteamericanos. El general William Rufus Shafter había desembarcado días antes al frente de 1.700 hombres en la cercana playa de Daiquiri. Los defensores españoles bloqueaban el acceso a Santiago de Cuba atrincherados en la cima de la colina de San Juan, finalmente conquistada por los invasores. La parte principal del asalto estadounidense contra San Juan fue llevada a cabo por los voluntarios de Roosevelt.

En enero de 1898, Estados Unidos, con el pretexto de proteger a los ciudadanos estadounidenses de la isla, envió a La Habana al acorazado Maine. Poco después, la noche del 15 de febrero, el navío saltó por los aires, volado probablemente por los propios estadounidenses, quienes lo utilizaron como casus belli para declarar la guerra al gobierno español: se inició así la Guerra Hispano-estadounidense.
El 19 de mayo de ese año, la escuadra del almirante español Pascual Cervera, que había recalado en la isla antillana de Martinica, forzó el bloqueo y entró en Santiago de Cuba. El 6 de junio los estadounidenses tomaron la ciudad de Guantánamo, aunque a primeros de julio sufrieron graves pérdidas en El Caney y en la colina de San Juan, posiciones que igualmente conquistaron. El 3 de julio, el almirante Cervera, obedeciendo órdenes del capitán general Blanco, se enfrentó a la escuadra del almirante William Thomas Simpson, cuatro veces superior en número y mucho más moderna, en el denominado combate de Santiago de Cuba. Tras cuatro horas de lucha, la flota de Cervera fue totalmente destruida. El 17 de julio se rindió La Habana, España capituló en agosto y el 10 de diciembre se firmó el Tratado de París, que puso fin a la Guerra Hispano-estadounidense y por medio del cual se reconocía, entre otras cuestiones relacionadas con el resto de las posesiones hispanas en litigio, el fin de la dominación española sobre Cuba. No obstante, la isla pasó a estar hasta 1902 bajo la administración estadounidense.

Guerras Carlistas





Guerras Carlistas

Tropas liberales
El triunfo de la causa liberal en España hubo de pasar por la victoria en la primera Guerra Carlista (1833-1840) del bando que defendía la regencia de María Cristina de Borbón, y, especialmente, el futuro reinado de la hija de ésta, Isabel II. Aquí aparece una reproducción del cuadro que Mariano Fortuny pintó con el título de La reina María Cristina y su hija pasando revista a las tropas en 1837 (1864, óleo s/ lienzo, 300 × 460 cm, Casón del Buen Retiro, Madrid), por encargo de los duques de Riansares.

Guerras Carlistas, nombre por el que son conocidas las tres guerras civiles que tuvieron lugar en España a lo largo del siglo XIX y que enfrentaron, de un lado, a los partidarios de los derechos al trono de la hija del rey Fernando VII, Isabel II, y, del otro, a los de la línea dinástica encabezada por el hermano de aquél, Carlos María Isidro de Borbón (el infante don Carlos, ‘Carlos V’ para sus seguidores), así como a sus posteriores descendientes.
Carlismo
Tres Guerras Carlistas se sucedieron durante el siglo XIX en España. A pesar de que en principio y aparentemente sólo se dirimía una cuestión dinástica sobre el derecho al trono, bajo estas confrontaciones, que adquirieron en algunos momentos el carácter de contienda civil pese a su localización geográfica, subyacía un conflicto latente durante toda la centuria en el que frente a las emergentes tendencias liberales persistía la resistencia de los grupos más conservadores.

El desarrollo de este conflicto, intermitente y circunscrito geográficamente a determinadas zonas de Cataluña y a las provincias del Norte (Navarra y País Vasco), sin olvidar ligeras ramificaciones en el interior, abarcó un amplio marco cronológico comprendido entre 1833 y 1876 (desde la muerte de Fernando VII hasta que con Alfonso XII como rey finalizó el último combate). La desigualdad de recursos humanos y medios materiales entre uno y otro bando en liza, sus diferentes simbologías y tácticas de lucha, así como la crueldad generalizada de estos choques fratricidas, son algunos aspectos destacados por los estudiosos del carlismo español decimonónico y sus tensas relaciones con el régimen liberal.
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PRIMERA GUERRA CARLISTA O GUERRA DE LOS SIETE AÑOS (1833-1840)
Expediciones Carlistas
Aunque la primera Guerra Carlista se desarrolló fundamentalmente en el País Vasco, Navarra, Pirineo catalán y zona del Maestrazgo, desde 1835 hasta 1837 tuvieron lugar las denominadas expediciones carlistas, que extendieron de alguna manera el conflicto a toda la geografía peninsular. La más destacada de todas ellas fue la protagonizada por el propio pretendiente Carlos María Isidro de Borbón entre mayo y octubre de 1837, conocida como la Expedición Real, que finalizó en un estrepitoso fracaso.

El fallecimiento de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 entabló un pleito sucesorio, que pronto se tradujo en una cruenta guerra civil entre los denominados isabelinos o cristinos, defensores de la legitimidad al trono de la regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y los partidarios del infante don Carlos, aferrados a la validez de la Ley Sálica e identificados bajo la etiqueta carlista. La neutralidad de los Estados Pontificios y el apoyo tan sólo moral de la Santa Alianza (formada por Rusia, Austria y Prusia) a las posiciones de don Carlos, frente a la decidida ayuda de los liberales europeos a la causa isabelina (Cuádruple Alianza firmada por Gran Bretaña, Portugal, Francia y España en abril de 1834), desnivelaron sobremanera el contingente humano y el material bélico de los dos bandos en litigio. La penuria económica y armamentista del carlismo hicieron de la voluntariedad e improvisación, junto a las contribuciones forzosas y las incautaciones al enemigo, elementos indispensables en el planteamiento cotidiano del encuentro bélico. La prolongada duración de la contienda, que enmascaraba los objetivos iniciales de lucha y acentuó los contrastes ideológicos y socioeconómicos de uno y otro campo, evidenció las dificultades de una solución negociada del conflicto, además de la demostrada pericia de los militares carlistas, su profundo conocimiento del medio físico en que se desenvolvía la guerra y la decisiva complicidad de la población civil.
Espartero y Maroto
Los generales españoles Baldomero F. Espartero y Rafael Maroto sellaron en 1839 el conocido como 'abrazo de Vergara' que puso fin a la primera Guerra Carlista. Esta pintura de Bernardo López (Museo Lázaro Galdiano, Madrid) les representa a ambos en actitud de concordia.

El ¡Viva Carlos V! lanzado en Talavera de la Reina (Toledo) el 3 de octubre de 1833 por el funcionario de Correos Manuel María González, luego detenido y fusilado, se ha considerado tradicionalmente como el pistoletazo de salida de esta guerra civil. La dispersión de los carlistas en estos primeros escarceos, en su mayoría antiguos voluntarios realistas carentes de un plan estratégico definido y sin apenas armas, no impidió el estallido de la insurrección en el norte de la península Ibérica (Vizcaya, Álava, Guipúzcoa, Navarra y La Rioja), así como en Cataluña y algunas zonas de Aragón y Valencia. La figura del coronel Tomás de Zumalacárregui resulta clave para entender la transformación del caótico entorno carlista en un pequeño ejército disciplinado, su rentable recurso a la desgastadora táctica de guerrillas frente a las tropas regulares y la consolidación, en definitiva, del levantamiento en el País Vasco, norte de Cataluña y El Maestrazgo. La muerte de este célebre caudillo militar, acaecida en junio de 1835 durante el sitio de Bilbao, cerró la página ascendente del carlismo en la región vasconavarra, donde había cosechado sonadas victorias contra las tropas isabelinas (Viana, Alegría, Améscoas, Villafranca, Tolosa, Vergara, Durango, Éibar y Ochandiano).
A partir de este momento, la contienda entró en una dinámica de estériles batallas, muchas de ellas acabadas en tablas, entre los militares isabelinos (Luis Fernández de Córdova y Baldomero Fernández Espartero, principalmente) y las tropas disidentes al mando de Vicente González Moreno, Nazario Eguía y Bruno Villarreal. El estancamiento dio paso a un sufrido retroceso carlista, materializado en el estrepitoso fracaso de la Expedición Real en su marcha hacia Madrid (que tuvo lugar desde mayo hasta octubre de 1837, y en la que participó el propio don Carlos) y en el repliegue en el norte, lo que condujo al Convenio de Vergara sellado entre Espartero y Rafael Maroto el 31 de agosto de 1839, punto final de las hostilidades en esta zona y motivo del exilio a Francia del pretendiente don Carlos. La resistencia del militar Ramón Cabrera y Griñó en El Maestrazgo prorrogó la lucha en tierras catalanas hasta mayo de 1840, cuando se consumó la entrada de Espartero en Morella (Castellón) y la retirada de Cabrera hacia la divisoria francesa. El cruce el 4 de julio de esta línea fronteriza por los últimos soldados carlistas supuso una guerra oficialmente zanjada.
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SEGUNDA GUERRA CARLISTA O GUERRA DELS MATINERS (1846-1849)
Las expectativas frustradas de unión dinástica matrimonial entre Isabel II y Carlos Luis de Borbón y de Braganza, conde de Montemolín (primogénito de don Carlos y denominado Carlos VI en la genealogía carlista), detrás de cuya hipotética alianza se situaban conocidos valedores como el filósofo Jaime Balmes o Juan de la Pezuela y Ceballos, allanó de nuevo el camino a la irracionalidad de la fuerza. Desde el otoño de 1846 se detectaron escaramuzas inconexas de partidas autónomas levantadas en armas por diversos puntos de la geografía catalana (como la sierra de Rocacorba o el municipio de Manlleu), escenario exclusivo de este nuevo despliegue bélico y presumible origen del nombre de ‘madrugadores’ (matiners), con el que la historiografía ha bautizado a sus principales protagonistas. La actividad de las partidas en acciones guerrilleras prosiguió durante 1847 a las órdenes de jefes experimentados (Bartolomé Porredón, más conocido como Ros de Eroles; Benito, o Benet, Tristany; Juan Castells; Marçal, etc.), logrando incrementar sus efectivos de cuatro a diez mil hombres a raíz del retorno a Cataluña del irredento Cabrera, apodado el tigre de El Maestrazgo. Al frente de las huestes isabelinas se sucedía un rosario de jefes y capitanes generales (Bretón, Manuel Pavía y Lacy, Manuel Gutiérrez de la Concha y Fernando Fernández de Córdova), en un continuo trasiego por las líneas de combate que ponía de relieve la incapacidad del Ejército para pacificar el acotado conflicto. La incorporación de elementos progresistas y republicanos a las filas carlistas, al hilo del impacto de las revoluciones de 1848 europeas, complicó aún más su tipificación interna y específica resolución. La abortada venida a España desde Londres del conde de Montemolín, en la primavera de 1849, acabó por disolver los reductos carlistas, que optaron, al igual que Cabrera, por su traslado a Francia, sin quedar rastro de ellos en Cataluña a la altura de mayo de 1849.
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TERCERA GUERRA CARLISTA (1872-1876)
En apenas un cuatrienio, las tropas del pretendiente Carlos VII (duque de Madrid) se enfrentaron con las de los sucesivos adeptos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII, prueba inequívoca de la cambiante morfología política de España en esos años y sus dificultades para consolidar su forma de gobierno y estructuración territorial del Estado. Cataluña y el País Vasco coparon en esta tercera y última ocasión la geografía militar carlista desde las primeras escaramuzas del llamado ‘ejército de Dios, del trono, de la propiedad y de la familia’, fechadas en 1872, hasta el histórico “Volveré” pronunciado por Carlos VII en febrero de 1876 al cruzar el puente de Arnegui rumbo al exilio, por lo demás nunca cumplido. Entre uno y otro año tuvieron lugar un sinfín de choques armados, unas veces favorables a los rebeldes (Estella, Santa Bárbara, Montejurra, Luchana, Desierto, Portugalete), o bien estrepitosos errores de éstos (sitio de Bilbao, toma de Cuenca, marcha hacia Valencia), junto a acontecimientos variopintos como la designación del infante Alfonso Carlos al frente de los combatientes catalanes y la testimonial devolución a este pueblo de sus perdidos fueros, o las atrocidades del cura Manuel Ignacio Santa Cruz, encarcelado por los propios carlistas y cruel excepción que confirma la regla del derramamiento indiscriminado de sangre inocente. La Restauración de la Casa de Borbón, llevada a efecto en diciembre de 1874 en torno a la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II, puso de relieve, antes de certificarlo las armas en Cataluña y Navarra, la secular inutilidad del empeño carlista por acceder a la corona de España.

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