Moneda española, medida común para fijar el precio de los bienes y facilitar el intercambio de los mismos, cuyo desarrollo histórico en los territorios que han terminado por configurar España ha dado origen a una serie de distintas unidades monetarias. Aunque la acuñación de moneda en la península Ibérica se remonta al siglo III a.C., el presente artículo analizará exclusivamente las diferentes unidades monetarias a partir de la edad media.
La universal utilización y demanda de monedas de oro y plata se debe a que satisfacían perfectamente las necesidades de un sistema monetario práctico mejor que cualquier otro artículo. Estos metales preciosos, limitados y con altos costes de extracción, siempre tuvieron una elevada equivalencia en mercancías. El alto valor de cambio del oro y la plata significaba que el volumen físico de una cantidad de valor muy elevada sería mínimo, lo que contribuiría a facilitar el transporte y almacenaje, y aumentaría su utilización en el comercio internacional o entre regiones muy distantes. Para su mejor conservación comenzaron a hacerse aleaciones con otros metales; así, la ley de una moneda es la proporción de metal precioso que contiene en relación con su peso total. Junto a las monedas de oro o plata se desarrollaron las de metal vil, como el cobre, cuya aleación con plata recibirá el nombre de vellón. Naturalmente, el vellón era una moneda cuya validez se limitaba, en principio, al territorio en que era acuñado. Entre diversos países se utilizaba exclusivamente la moneda de oro o plata, lo mismo que ocurría, dentro de un mismo reino o territorio, cuando se trataba de cantidades importantes. Las monedas de vellón dominaban en cambio las transacciones menudas, que eran las habituales entre la población.
La existencia de dos tipos básicos de moneda: la de metal precioso y el vellón, compuesto fundamentalmente de un metal vil, como era el cobre, hacía que, mientras las monedas de oro o plata, con independencia de su valor de cambio, se aceptaban por su valor intrínseco, las de vellón se cambiaban con las otras en la medida en que la cantidad circulante no fuera excesiva y la ley de las monedas de vellón se mantuviera estable. Si no ocurría así y se acuñaba mucho más vellón o se reducía su cantidad de plata, o su peso, tales monedas se depreciaban en relación con las otras, y aparecía el llamado ‘premio’ o cantidad adicional que el poseedor de moneda de oro o plata exigía por cambiarla por las de vellón. Desde la baja edad media, con los comienzos del capitalismo, comenzaron a utilizarse medios de pago no monetarios, como las letras de cambio, que en las grandes transacciones mercantiles evitaban el transporte continuo de oro o plata y los riesgos inherentes al mismo.
Monedas califales
El califato de Córdoba supuso el periodo de mayor apogeo de al-Andalus y, a lo largo de un siglo de existencia, desde el 929 hasta el 1031, marcó el cenit de la influencia del islam andalusí dentro y fuera de la península Ibérica. La fotografía que aquí aparece muestra unas monedas acuñadas durante el gobierno del califa Hisam II (a finales del siglo X), que, en la actualidad, se encuentran en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid (España).
Durante la alta edad media, y debido a su economía primordialmente autárquica, apenas hubo circulación monetaria. La evolución hacia una economía de carácter comercial permitió el desarrollo de los intercambios, lo que exigió una mayor acuñación de metales preciosos.
Durante los siglos VIII y IX, la circulación monetaria fue escasa. Los reyes de Asturias y los de León no hicieron acuñaciones propias y en los condados catalanes se adoptó el sistema monetario Carolingio basado en la plata. A partir del siglo XI, el desarrollo económico que se produjo en los reinos cristianos peninsulares, al igual que ocurrió en toda Europa, permitió un incremento de las actividades comerciales y la utilización de la moneda como medio de pago comenzó a ser frecuente. Además, la sustitución del califato de Córdoba en 1031 por los reinos de taifas facilitó a los reinos cristianos un sistema de explotación financiera basado en las parias, tributos que pagaban los musulmanes en moneda de oro (dinares o metcales) y de plata (dirhemes). A partir de ese momento, todos los príncipes hispanocristianos comenzaron a acuñar moneda propia.
En los reinos de Castilla y León, el sistema monetario utilizado se inspiró en el de al-Andalus. El monarca castellano-leonés Alfonso VI fue probablemente el primer rey que acuñó moneda propia. Este monarca fundó una ceca o casa de la moneda en Toledo y otra en León, donde se acuñaba moneda regis o denarios regis, moneda de vellón acuñada con la plata procedente de las parias musulmanas mezclada con una cierta cantidad de cobre. Sin embargo, lo normal era imitar la moneda musulmana, de forma que durante este reinado circularon también los dirhemes de plata. Aunque la acuñación de moneda era un derecho regio, algunos grandes señores, como el obispo de Santiago de Compostela, Diego Gelmírez, obtuvieron por privilegio del Rey, en 1107, el derecho de acuñación.
A partir de la cuarta década del siglo XII, el papel del oro almorávide fue decisivo. El sistema monetario musulmán, basado en el oro, fue el que se adoptó en Castilla y León, donde el dinar almorávide pasó a ser la base del sistema monetario cristiano. Fue Alfonso VIII quien, a partir de 1172, acuñó la primera moneda de oro autóctona castellana, el maravedí de oro, que imitaba los dinares almorávides. También durante el siglo XII continuó la acuñación de dineros de vellón, lo cual facilitó la utilización de la moneda por un mayor número de individuos.
Durante el siglo XIII, el maravedí de oro dejó de acuñarse y fue Fernando III el Santo (en cuya persona tuvo lugar la definitiva creación de la Corona de Castilla) quien emitió una nueva moneda de oro, la dobla o castellano, basado en el dinar acuñado por los almohades. A partir de este momento, el maravedí de oro se convirtió en moneda de cuenta o imaginaria, y la dobla fue la pieza básica del sistema castellano. Esta moneda se acuñó abundantemente durante los siglos XIV y XV con una calidad excelente, llegando a equivaler en 1480 a cuatrocientos ochenta maravedís. Por su parte, desde el siglo XIII los intercambios menores se realizaron con moneda de vellón o con monedas acuñadas en plata. Con este último metal, Alfonso IX acuñó pepiones y Fernando III los llamados ‘dineros burgaleses’. Alfonso X el Sabio, en un intento de mejorar su situación financiera, acuñó en plata el ‘maravedí blanco’ y en vellón los llamados ‘dineros prietos’ y ‘dineros alfonsíes’. Pedro I intentó convertir la plata en patrón del sistema monetario y acuñó el ‘real’. Enrique III emitió la ‘blanca’, moneda de vellón de la que existieron numerosas variantes.
En definitiva, durante los siglos XIII y XIV no hubo escasez de metales preciosos, aunque ello no impidió una inestabilidad monetaria, sobre todo entre 1252 y 1286, a consecuencia de la conquista andaluza, lo que provocó fuertes devaluaciones monetarias. Desde 1350 hasta el reinado de los Reyes Católicos, el sistema monetario en la Corona de Castilla se basó en las doblas (oro), reales (plata) y las diversas monedas de vellón.
En el ámbito navarro y catalanoaragonés se adoptó el sistema Carolingio, basado en el monometalismo de la plata. La unión de los reinos de Navarra y Aragón en 1076 incrementó la percepción de las parias procedentes de los musulmanes y aumentó la circulación monetaria. Durante los siglos XI y XII, la unidad de cuenta fue el ‘sueldo’, mientras que se usó como moneda efectiva el denario o dinero. El oro se acuñó esporádicamente en el condado de Barcelona con los condes Berenguer Ramón I y Ramón Berenguer I, recibiendo el nombre de ‘mancus’.
Una vez creada la Corona de Aragón, la apertura de los comerciantes catalanes hacia el Mediterráneo necesitó de una moneda fuerte. Fue Jaime I el Conquistador quien acuñó en plata el ‘denario grossos’ o ‘gros’, que equivalía a doce denarios y medio. Inspirado en esta moneda, Pedro III acuñó un nuevo dinero cuya marca característica era una cruz y que se conocía como el ‘croat’. El croat se convirtió en el símbolo monetario de un periodo de brillantez económica, pero pronto fue necesario introducir el oro en el sistema monetario catalán y emplear una moneda aceptada en los circuitos comerciales mediterráneos. Por ello, Pedro IV cambió el patrón plata por el oro y acuñó el ‘florín de oro’, que imitaba la moneda de Florencia. Las crisis de la segunda mitad del siglo XIV provocaron numerosas devaluaciones de dicha moneda, por lo que la burguesía catalana volvió a recuperar su confianza en el croat, revaluándose la plata. Durante el siglo XV, lo más característico de estos núcleos orientales de la península Ibérica fue la fuga de moneda de oro y plata al extranjero, junto con una invasión de moneda francesa, fundamentalmente escudos y blancas.
Monedas de los Reyes Católicos
La foto muestra diversas monedas acuñadas en la época del reinado de los Reyes Católicos (cuyas respectivas efigies podemos observar en tres de ellas), hacia finales del siglo XV, que recibieron el nombre de excelentes y en la actualidad se encuentran depositadas en la Casa de la Moneda (Madrid, España).
Con los Reyes Católicos, en el arranque de la edad moderna, se inició la homogeneización del sistema monetario peninsular, a partir del modelo aportado por la economía más fuerte: la de la Corona de Castilla. Cada uno de los reinos no castellanos continuó teniendo sus monedas. Pero, en 1497, el patrón básico del sistema se fijó en torno al ‘excelente’ (de oro y llamado ducado desde 1504), el real (plata) y la blanca (vellón). La unidad de cuenta castellana, el maravedí, establecía la relación entre los diferentes tipos de monedas: el ducado valía 375 maravedís, el real 34 y la blanca 2’5. A partir de tales equivalencias, se acuñaron monedas diversas: de dos, cuatro o más ducados; los reales y sus múltiplos —el mayor de los cuales era el real de a ocho— o fracciones, como los medios reales; y otra serie de monedas de vellón. En 1535, se introdujo una nueva moneda de oro de menos peso y ley que el ducado, con la finalidad de igualar la moneda de oro castellana con la de otros países y evitar su fuga al exterior. Dicha moneda fue el ‘escudo’ o ‘corona’ (350 maravedís), con lo que el ducado dejó de acuñarse y se convirtió en moneda de cuenta. Los Reyes Católicos fijaron un límite máximo a la cantidad de vellón circulante, con lo que establecieron un sistema estable, que funcionó prácticamente durante todo el siglo XVI.
La acuñación de oro o plata era libre. La monarquía fijaba el peso, ley y valor de las monedas, y cualquier particular podía acudir a las diversas cecas existentes en Castilla y acuñar su oro o plata, de la misma forma que podía hacer fundir sus monedas y utilizar dichos metales preciosos para cualquier otro fin. A medida que avanzaba el siglo XVI, la plata, que llegaba en cantidades crecientes de las colonias americanas, principalmente de las minas de Potosí, fue imponiéndose como moneda de metal precioso más utilizada, mientras que el oro redujo su circulación. Centrándonos en Castilla, desde mediados del siglo XVI, la situación monetaria se caracterizó por una inflación importante, lo que incentivó la exportación de metales preciosos. La monarquía realizó múltiples esfuerzos para impedir la salida de metales preciosos del reino. No obstante, dichos intentos fueron inútiles, y la plata americana se dispersó rápidamente por toda Europa.
Entre las causas de este proceso destacaban las siguientes: la abundancia de metal en Castilla incidía en que el valor de la plata, expresado en bienes, fuese muy inferior al resto de Europa, por lo que aquí los precios eran muy superiores, lo que favorecía las importaciones y dificultaba las exportaciones de productos, y así el metal salía para hacer frente a los pagos del déficit. Al mismo tiempo, la propia infravaloración del metal en España respecto de cómo corría en las plazas extranjeras, favorecía directamente su salida hacia otros países (pues las cecas aplicaban tarifas muy bajas y el contenido de metal fino en las monedas castellanas era superior al de las extranjeras). A todo ello se añadían las licencias de exportación que la monarquía concedió a los prestamistas extranjeros, de quienes dependía financieramente, y la enorme salida de remesas monetarias para financiar la política internacional y los continuos enfrentamientos bélicos. En ese contexto, las bancarrotas oficiales fueron frecuentes.
En el siglo XVII, se agravó la situación. Al conocido como ‘siglo de la plata’ siguió una reducción de su cantidad y la consiguiente carestía de la misma, además de utilizarse, sobre todo, para saldar el déficit crónico de la balanza de pagos. Las necesidades dinerarias llevaron a la Monarquía Hispánica a abusar de las acuñaciones de vellón, con las que obtenía un beneficio inmediato, gracias a la reducción de su peso y a la eliminación de la plata que existía en el vellón anterior. Fue ‘la era del cobre’. Lógicamente, el ‘premio’ de la plata aumentó, pero este metal precioso seguía huyendo, puesto que la paridad oro-plata castellana continuaba siendo más alta que la francesa o inglesa. Esta situación de penuria y desorden monetario, que duró hasta la década de 1680, nacía de la crisis crónica de la Hacienda bajo el gobierno de la Casa de Austria.
Durante el siglo XVIII, no hubo novedades importantes en el sistema, aunque aparecieron nuevas monedas y correlaciones entre ellas. La nueva dinastía, la Casa de Borbón, trató de estabilizar el sistema monetario español, pero la tendencia inflacionista de la segunda mitad del siglo provocó las devaluaciones acometidas por Carlos III y por Carlos IV, así como la rebaja del contenido de metal fino y de la ley de las nuevas monedas. Sin embargo, tuvo una mayor trascendencia la abundante emisión de papel moneda, en forma de títulos de deuda pública (los vales reales) y la creación del Banco de San Carlos en 1782.
Pesetas
La imagen muestra algunos de los últimos billetes y monedas de peseta que han estado en circulación. En el Estado español, la peseta ha sido la única moneda de curso legal desde 1868 hasta el 1 de enero del año 2002, día en el que empezaron a circular monedas y billetes de euro.
En el siglo XIX, apareció por primera vez un sistema monetario español. El comienzo del siglo se caracterizó por el mantenimiento de las unidades monetarias anteriores, a las que se unió la circulación de monedas inglesas o francesas. En 1848, se implantó el sistema decimal; las unidades serían el doblón o centén isabelino de oro (igual a 100 reales o 10 escudos de plata); el medio duro de plata (10 reales o un escudo), el duro (20 reales), la peseta (4 reales), la media peseta y el real, así como una serie de monedas menores de cobre. Por decreto de 1854, se extinguió la unidad de cuenta tradicional: el maravedí, y se estableció como unidad efectiva el real, dividido en 100 partes o céntimos.
Finalmente, el sistema monetario español, bajo el influjo de la Convención Monetaria Latina (1865), consumó este proceso de simplificación al inicio del Sexenio Democrático, en 1868, con el Decreto Figuerola (así conocido por haber sido obra del ministro de Hacienda, Laureano Figuerola, durante la presidencia de gobierno del regente del reino Francisco Serrano, duque de la Torre), que fijó como unidad la peseta de plata de 100 céntimos, sobre la que habría varias monedas múltiplos, en oro y plata, y otra serie de ellas fraccionarias, las menores de las cuales eran de bronce, de 10, 5, 2 y 1 céntimo. En 1874, se concedió el monopolio de emisión al Banco de España.
Monedas de euro
En la imagen, aspecto de las distintas monedas de 1 euro que circulan en diez de los países de la Unión Europea. En el extremo inferior derecho, el euro "español", con la efigie del rey Juan Carlos I.
A partir de ese año, se consolidó el sistema monetario que habría de servir de base al utilizado en España durante el siglo XX, el cual se vio afectado por las fluctuaciones del sistema monetario internacional. En dicho siglo, fueron desapareciendo las monedas hechas con metal precioso para utilizarse metales de escaso valor, como el níquel, el cobre o el aluminio. Dicha evolución, unida al desarrollo del papel moneda para los valores más altos, se basa en la existencia a escala internacional de un patrón oro, cuyos depósitos en el banco emisor de cada país respaldan la moneda circulante.
Como consecuencia del proceso de Unión Económica y Monetaria, la sustitución de la peseta por la moneda única de la Unión Europea, el euro, culminó definitivamente el 1 de marzo de 2002.