Arco y bóveda




Arco y bóveda
Arco de Triunfo de París
El Arco de Triunfo, situado en lo alto de los Campos Elíseos, es uno de los monumentos más emblemáticos de París. Se construyó en 1806 por encargo de Napoleón Bonaparte, y en la actualidad es el cenotafio nacional francés.

Arco y bóveda, elementos fundamentales del sistema constructivo abovedado, empleado en la arquitectura para crear espacios cubiertos entre muros, pilares u otros soportes. El sistema abovedado fue hasta el siglo XIX la única alternativa a otro sistema arquitectónico, bastante más limitado: el adintelado o arquitrabado. Los elementos de este último son el pilar y el dintel, cubiertos por una techumbre de madera plana o a base de armaduras.
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ARCO
Tipos de arcos
El arco se define en arquitectura como una estructura curva que cubre el espacio entre dos puntos de apoyo. Según la época y el estilo, han adoptado diferentes formas y nombres.

Un arco, en construcción, es una estructura curva que cubre el espacio entre dos puntos de apoyo. Se emplea en diversas composiciones y estructuras, como en la arcada, formada por una serie de arcos; o como elemento de ayuda para la descarga de cubiertas o puentes; o exento, en solitario, como arco triunfal o conmemorativo. El arco tradicional de piedra o ladrillo está formado por bloques dispuestos uno contra otro y sujetos por una tensión lateral. Esta estructura constructiva se utilizó para salvar una distancia mayor de lo que una sola pieza horizontal, o dintel, podía permitir. Desde el siglo XIX los arcos se han fabricado también de una sola pieza, gracias al empleo de nuevos materiales como hierro colado, acero u hormigón armado.
El arco de fábrica consta de numerosos elementos. Sus soportes pueden ser muros, pilares o columnas, y los elementos del muro en donde descansa se conocen con el nombre de impostas. Cada bloque de piedra o ladrillo tallado que lo compone es una dovela, y la dovela central del arco se llama clave. La zona superior es el vértice, y la zona más cercana a la imposta el riñón. La superficie interior (o parte inferior) del arco es el intradós o sofito, y la cara exterior, el extradós. El conjunto de molduras que se encuentra a menudo en la cara exterior del arco se llama arquivolta. Las partes del muro que quedan a cada lado del arco, o entre arcos adyacentes, son las jambas. El espacio que queda entre el arco y el dintel, si existe, se denomina tímpano.
Se han construido arcos desde la prehistoria. Los primeros intentos consistían simplemente en dos piezas de piedra una junto a otra, o colocadas formando una estructura escalonada. Esta última, también llamada arco falso, se basa en la aproximación progresiva de dos partes de un muro, que se encuentran en un punto medio. Los egipcios, babilonios y griegos usaron los arcos normalmente para edificios civiles como almacenes o graneros. Los asirios construyeron palacios con techos abovedados, y los etruscos emplearon los arcos para edificar puentes, paseos cubiertos y puertas de ciudades. No obstante, los romanos fueron los primeros en desarrollar toda la sintaxis moderna del arco. Usaron con profusión el arco de medio punto, normalmente en edificios civiles como anfiteatros, palacios y acueductos. Sin embargo, siguieron la tradición griega (el sistema adintelado) para la construcción de sus templos. Entre las pocas excepciones a esta regla, destaca, como templo abovedado, el panteón de Agripa en Roma.

Puente de arco de mampostería
Este puente de ferrocarril está formado por arcos de medio punto construidos con piedras. Los puentes de mampostería han sido sustituidos en gran medida por puentes de acero y hormigón, que resultan más baratos.

En el medievo, la arquitectura bizantina del este y el románico del oeste de Europa mantuvieron el típico arco romano de medio punto. Mientras tanto, la arquitectura islámica desarrolló para sus mezquitas y palacios un auténtico catálogo de variados arcos: ojivales, festoneados, lobulados, mixtilíneos y de herradura, entre otros. Alguno de ellos, como el de herradura, provienen de modelos romanos conservados y empleados por los invasores bárbaros (en este caso, por los visigodos). En la arquitectura hispanomusulmana el arco de herradura se apoya sobre delicadas columnas, lo que da lugar a un efecto dramático característico. La arquitectura gótica de Europa occidental se caracteriza por el empleo del arco ojival, cuyos mínimos empujes laterales permitieron adelgazar y dar mayor altura a los muros, incluso sustituirlos por grandes ventanales. Aparece así el típico espacio ligero, luminoso y vertical de las catedrales góticas. En el siglo XX, los arcos parabólicos de hormigón armado se han utilizado en todo tipo de edificios públicos.
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BÓVEDA
Catedral de El Salvador (Santo Domingo de la Calzada)
Vista de las bóvedas de arista de la catedral de El Salvador de Santo Domingo de la Calzada (c. 1158). Este tipo de bóvedas posee cierta complejidad. Se construye sobre una serie de arcos estructurales o nervios entre los cuales se disponen los plementos o rellenos que cubren los espacios entre aquellos.

La bóveda, en arquitectura, es una estructura empleada para cubrir un espacio cerrado y puede ser la cubierta del edificio o el forjado que sostiene un piso superior u otro tipo de cubierta. La bóveda se forma como proyección de un arco, normalmente de fábrica, y se compone de bloques tallados llamados dovelas, que se sostienen, como las de un arco, por la presión lateral que ejercen unas sobre otras. A causa de la complejidad espacial de estas presiones se generan unas líneas de fuerza complejas, como los fuertes empujes laterales que aparecen en la base. La base de una bóveda debe, en consecuencia, absorber tanto los empujes laterales como los verticales, propios del peso de la estructura. Para ello se emplean muros gruesos y pesados, o se confían las presiones a estructuras exteriores de apoyo, llamadas contrafuertes. Para la construcción de los arcos y las bóvedas de fábrica se necesita una estructura provisional o cimbra, porque estas estructuras no pueden mantenerse hasta que no se coloca en su sitio la dovela central o clave.
En arquitectura se emplean diversos tipos de bóvedas. La más sencilla es la bóveda de cañón, construida como el desarrollo horizontal de un arco de medio punto (su forma se asemeja a un medio cilindro), que se apoya sobre dos muros rectos. Esta bóveda también puede formarse a partir de un arco ojival. La bóveda anular es similar a la de cañón, pero su eje es circular, de forma que la estructura se asemeja a una fracción de anillo. La bóveda de arista es la resultante de la intersección ortogonal de dos bóvedas de cañón de la misma altura. Las líneas de intersección de dos bóvedas son dos elipses, llamadas aristas. La forma más sencilla de bóveda de arista es la compuesta por la intersección de dos bóvedas iguales, en cuyo caso el espacio cubierto por la bóveda es de planta cuadrada. Si las bóvedas son de diferente tamaño (en el caso de bóvedas de ojiva) el espacio cubierto es de planta rectangular, y las áreas comprendidas entre las aristas son desiguales.
La cúpula es una bóveda semiesférica que descansa sobre un muro de planta circular. Las pechinas son secciones triangulares de esfera, situadas en las esquinas de un cuadrado o de otra sección poligonal para formar la base circular de una cúpula. Entre las bóvedas complejas está la de crucería, compuesta por una serie de arcos estructurales o nervios, entre los cuales se disponen los plementos, o rellenos que cubren los espacios libres. Una de las más sofisticadas es la bóveda de abanico, típica del estilo gótico inglés tardío, en la cual los nervios se multiplican y se agrupan imitando la forma de un abanico abierto. 

Animales transgénicos




Animales transgénicos
El empleo de animales transgénicos (es decir, animales que portan genes de otras especies en su genoma) para producir fármacos de naturaleza proteica resulta mucho menos costoso que la utilización de sistemas de producción especializados mediante biorreactores. Además, gracias a estos animales se evita el riesgo de contaminación con agentes infecciosos. En este fragmento se recoge el empleo de Genie, una cerda experimental que produce en su leche la proteína C humana.
Fragmento de Producción de fármacos a través de animales transgénicos.
De William H. Velander, Henryk Lubon y William N. Drohan.
Al año de haber nacido, Genie, nuestra cerdita experimental, amamantaba ya a siete hermosos lechones, suministrándoles con su leche los muchos nutrientes que necesitan para vivir y engordar. A diferencia de otras cerdas, la leche de Genie contiene también una sustancia que algunas personas gravemente enfermas requieren con apremio: la proteína C humana. Tradicionalmente, esas proteínas sanguíneas se han venido obteniendo mediante métodos que implican el procesamiento de grandes cantidades de sangre humana procedente de donaciones o el cultivo de ingentes cantidades de células en enormes biorreactores de acero inoxidable. Pero Genie produce proteína C en abundancia y sin necesidad de ayuda. Es la primera cerda del mundo que fabrica una proteína humana en su leche.
Genie corona un proyecto de investigación concebido diez años atrás. En colaboración con especialistas en la obtención de esas proteínas de la sangre, adscritos a la Cruz Roja Americana, consideramos la posibilidad de cambiar la composición de la leche de un animal para incluir macromoléculas de perentoria necesidad. En teoría, una aproximación de ese tipo podría generar la cantidad que se precisara de cualquiera de las proteínas de la sangre utilizadas con fines terapéuticos, cuya producción suele quedarse muy corta.
La demanda de ese tipo de medicamentos es amplia y diversa. Pensemos en los hemofílicos, necesitados de agentes coagulantes, en especial de Factor VIII y Factor IX, dos proteínas sanguíneas. Ciertas personas con una deficiencia congénita precisan proteína C extra (que controla la coagulación) para suplementar sus escasas reservas; también pueden beneficiarse de ella los pacientes que han sufrido ciertas intervenciones quirúrgicas de sustitución. Otro ejemplo de la importancia de las proteínas de la sangre con fines terapéuticos lo encontramos en las personas que sufren cardiopatías o accidentes cerebrovasculares. Estos casos suelen requerir la aplicación inmediata de un tratamiento con activador tisular del plasminógeno, una proteína capaz de disolver los coágulos. Determinados sujetos que padecen ciertos tipos de enfisemas respiran mejor con infusiones de α1-antitripsina, otra proteína.
Todas esas proteínas están presentes en la sangre de los donantes, pero sólo en pequeñas cantidades. Suelen ser tan difíciles de producir, que su costo impide o limita peligrosamente su uso como medicamento. Por citar uno: el tratamiento con Factor VIII purificado (cuyo empleo está limitado a los episodios hemorrágicos del hemofílico) cuesta varios millones de pesetas al año. El costo anual de una reposición continua de esa proteína de la sangre, una opción deseable, pero raramente posible, superaría los 13 millones de pesetas.
Esas sumas al alcance de muy pocos constituyen un reflejo de los múltiples problemas derivados de la extracción de las proteínas de la sangre de donantes o del establecimiento de sistemas de producción especializados mediante cultivos celulares, una empresa que requiere inversiones del orden de los 3.500 millones de pesetas para suministrar, a la postre, cantidades modestas de un solo tipo de proteína. Para el desarrollo de Genie y otros animales “transgénicos” (es decir, criaturas que portan genes de otras especies) se precisa sólo una pequeña parte de ese montante. Además, los procedimientos se simplifican muchísimo y se pueden fabricar grandes cantidades de proteínas sanguíneas humanas. La sustitución de los biorreactores al uso por ganado transgénico proporciona, por tanto, pingües beneficios económicos.
La producción de proteínas de la sangre a través de animales transgénicos supone también un avance con respecto a otras dificultades que entrañan los procedimientos actuales. Nos referimos, por ejemplo, a su purificación a partir de la sangre de los donantes. La razón es muy sencilla: elimina el riesgo de contaminación con agentes infecciosos. Aunque se ha conseguido ya un alto nivel de seguridad a propósito de las proteínas de la sangre procedentes de plasma sanguíneo, gracias a los controles rigurosos a los que son sometidos los donantes y los tratamientos antivíricos que se utilizan, siempre acecha la amenaza de posibles patógenos. Recuérdese el miedo a propagar el VIH (agente causante del sida) o el virus de la hepatitis C, que está provocando que los investigadores busquen sustitutos a los medicamentos derivados de la sangre humana. De la misma manera, los recientes acontecimientos relacionados con la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (una patología degenerativa del sistema nervioso) han hecho que algunos productos derivados de la sangre se hayan retirado del mercado en Estados Unidos y Europa. La fabricación de proteínas sanguíneas humanas a partir de ganado transgénico libre de esas enfermedades evita tales problemas.
Los numerosos beneficios que podría acarrear la utilización de animales transgénicos como biorreactores nos dio abundantes razones para proseguir en nuestro sueño de establos limpios, ocupados por ganado sano y portador de genes humanos de interés. No se nos ocultaban, en un comienzo, los problemas técnicos que habríamos de afrontar hasta obtener animales transgénicos y recoger cantidades adecuadas de proteínas a partir de su leche. Afortunadamente, y gracias al abundante trabajo pionero ya realizado, pudimos progresar sin pausa.
Ya en 1980, el equipo de Jon W. Gordon había determinado que un embrión fecundado de ratón podía incorporar material genético (ADN) foráneo en sus cromosomas, los depósitos celulares de material genético. Poco tiempo después, el grupo de Thomas E. Wagner demostró que un gen (un segmento de ADN que cifra una proteína) de conejo funcionaba correctamente en un ratón. Utilizando una pipeta de cristal finísimo, de dimensiones microscópicas, pusieron éstos a punto un sistema para inyectar un fragmento específico de ADN de conejo en un embrión unicelular de ratón. Asombrosamente, ese ADN se integraba con alguna frecuencia en los cromosomas del ratón, quizá porque las células lo suponían un pequeño trozo de ADN roto que debía repararse.
Implantaron a continuación los embriones inyectados en una ratona “de alquiler”. Observaron entonces que algunos de los ratones que nacían llevaban el gen de conejo en todos sus tejidos. Esos ratones transgénicos pasaban el gen foráneo a sus descendientes de una manera normal, siguiendo las leyes mendelianas de la herencia. El gen añadido funcionaba con normalidad en su nuevo hospedador, y los ratones fabricaban hemoglobina de conejo en su sangre.
Fuente: Velander, William H., Lubon, Henryk y Drohan, William N. Producción de fármacos a través de animales transgénicos. Investigación y Ciencia. Barcelona: Prensa Científica, marzo, 1997.

Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara




Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara
Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, manufactura de tapices fundada en Madrid el año 1720 para abastecer a la corte del primer Borbón español, el rey Felipe V. El principal motivo por el que impulsó su apertura fue la pérdida por el Tratado de Utrecht —con el que finalizó la Guerra de Sucesión española— de las colonias flamencas, que fabricaban los tapices de la casa real hispana. El primer director de la fábrica fue Jacopo Vandergoten, cuya labor se limitó a copiar cartones de Teniers y otros pintores costumbristas, realizados con la técnica del bajo lizo. Posteriormente, bajo la dirección de Francisco Vandergoten —hijo de Jacopo— se incorporó la técnica del alto lizo, más refinada, y se comenzaron a encargar cartones a los pintores de cámara de la corte. De esta segunda época son las series de El Quijote, Telémaco y Las cuatro estaciones. Durante el reinado de Carlos III se fraguó la etapa más esplendorosa de la fábrica, dirigida desde 1762 por el pintor neoclasicista Raphael Mengs, que hizo llamar a otros artistas como José del Castillo, los hermanos Francisco y Ramón Bayeu y Francisco de Goya. Ramón Bayeu produjo una espléndida serie de 34 cartones en los que retrataban las figuras características del elenco castizo madrileño. Goya comenzó a trabajar por encargo de su cuñado Francisco Bayeu, y entre sus primeros trabajos destacan La merienda a orillas del Manzanares (1776) y El quitasol (1777), uno de los mejores cartones galantes del siglo XVIII. En la segunda etapa de colaboraciones se observa ya el tono melancólico del pintor aragonés, reflejado en El albañil herido (1786) y en la serie de las cuatro estaciones, especialmente en La nevada (1786). Goya pintó sus últimos tapices para la Real Fábrica entre 1789 y 1792 —de esta última etapa son La pradera de san Isidro y La gallina ciega—, y a partir de entonces se inició el declive de la manufactura, que ha intentado hasta la fecha recuperar el esplendor perdido. La mayoría de los tapices tejidos por la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara se conservan en los Reales Sitios, palacios pertenecientes al Patrimonio Nacional.

Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro




Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro
Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, manufactura cerámica fundada en 1759 en Madrid bajo el patrocinio del rey Carlos III. Fue la primera fábrica que consiguió realizar auténtica porcelana en España (a pesar de los intentos, la fábrica de Alcora nunca lo consiguió), y fue destruida en 1808 por las tropas napoleónicas.
En realidad, Carlos III había fundado su fábrica de porcelana en Capodimonte el año 1743, cuando aún era rey de Nápoles. La producción italiana, inspirada en la fábrica de Meissen (la primera que había conseguido reproducir la técnica china en Europa), se enmarca en el estilo rococó a la moda, rebosante de motivos de rocalla, flores y chinoiseries. Al frente de la manufactura de Capodimonte se encontraban Livio Octavio Scheppers (que guardaba con celo el secreto químico de la fórmula), José Grossi (maestro tornero) y José Gricci (encargado de los moldes).
Al trasladarse a España, Carlos III se llevó consigo todos los operarios y los enseres de la fábrica napolitana, incluidos los moldes y la pasta de caolín. A continuación mandó construir un edificio a prueba de robos en el real sitio del Buen Retiro, sobre la colina que ocupa la actual plaza del Ángel Caído. La producción madrileña, dirigida alternativamente por la familia Scheppers y la Gricci, no presenta diferencias respecto a la de Capodimonte: temas populares o exóticos, batallas, marinas y, en general, motivos frívolos de influencia francesa, italiana o alemana. Incluso la marca que distingue las porcelanas de Capodimonte y el Buen Retiro es igual: una flor de lis que simboliza históricamente la casa de los Borbones. En 1804, después de un breve periodo de influencia neoclasicista, Bartolomé Sureda asumió la dirección de la fábrica e inició una etapa dedicada a la producción de piezas de uso, pero vio truncada sus expectativas por el estallido de la guerra de la Independencia española. Destruido el edificio, el ejército de Napoleón construyó sobre sus ruinas una de las fortificaciones principales para la defensa de Madrid.

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