La ciencia humana según Hume
En su Tratado sobre la naturaleza humana, David Hume expuso las principales ideas de su pensamiento filosófico. En el siguiente fragmento, la introducción a dicha obra, el autor reflexiona acerca de la filosofía y ciencia humanas.
Fragmento de Tratado de la naturaleza humana.
De David Hume.
Libro Primero: introducción.
Nada hay que resulte más corriente y natural en aquéllos que pretenden descubrir algo nuevo en el mundo de la filosofía y las ciencias que el alabar implícitamente sus propios sistemas desacreditando a todos los que les han precedido. Ciertamente, si se hubieran contentado con lamentar la ignorancia que todavía padecemos en la mayor parte de los problemas importantes que pueden presentarse ante el tribunal de la razón humana, pocas personas de entre las familiarizadas con las ciencias habría que no se hallaran dispuestas a estar de acuerdo con ellos. Cualquier hombre juicioso e ilustrado percibe fácilmente el poco fundamento que tienen incluso sistemas que han obtenido el mayor crédito y que han pretendido poseer en el más alto grado una argumentación exacta y profunda. Principios asumidos confiadamente, consecuencias defectuosamente deducidas de esos principios, falta de coherencia en las partes y de evidencia en el todo: esto es lo que se encuentra por doquier en los sistemas de los filósofos más eminentes; esto es, también, lo que parece haber arrastrado al descrédito a la filosofía misma.
Tampoco se requiere mucha inteligencia para descubrir la presente condición imperfecta de las ciencias; hasta el vulgo puede juzgar desde fuera, al oír el ruido y el alboroto levantados, que no todo va bien dentro. No hay nada que no esté sujeto a discusión y en que los hombres más instruidos no sean de pareceres contrarios. Ni el más trivial problema escapa a nuestra polémica, y en la mayoría de las cuestiones de importancia somos incapaces de decidir con certeza. Se multiplican las disputas, como si todo fuera incierto; y estas disputas se sostienen con el mayor ardor, como si todo fuera cierto. En medio de todo este bullicio, no es la razón la que se lleva el premio, sino la elocuencia: no hay hombre que desespere de ganar prosélitos para las más extravagantes hipótesis con tal de que se dé la maña suficiente para presentarlas con colores favorables. No son los guerreros, los que manejan la pica y la espada, quienes se alzan con la victoria, sino los trompetas, tambores y músicos del ejército.
De aquí surge en mi opinión ese común prejuicio contra los razonamientos metafísicos, del tipo que sean, prejuicio que vemos incluso en quienes se tienen por hombres de estudio y que valoran en su justa medida, en cambio, las demás ramas de la literatura. Estos estudiosos no entienden por razonamiento metafísico el realizado en una disciplina particular de las ciencias, sino toda clase de argumentos que sean de algún modo abstrusos, y que exijan alguna atención para ser entendidos. Hemos gastado con tanta frecuencia nuestros esfuerzos en investigaciones de ese tipo que por lo común las damos de lado sin vacilación, y tomamos la resolución de que si tenemos que ser presa de errores y engaños, que éstos sean al menos algo natural y entretenido. Lo cierto es que sólo el escepticismo más radical, unido a una fuerte dosis de pereza, puede justificar esta aversión hacia la metafísica, pues si la verdad fuera en general alcanzable por la capacidad humana, ciertamente debería ser algo muy profundo y abstruso, de modo que esperar alcanzarla sin esfuerzo cuando los más grandes genios han fracasado, a pesar de supremos esfuerzos, es cosa que hay que considerar realmente como vana y presuntuosa. Yo no pretendo tal ventaja en la filosofía que voy a exponer; por el contrario, tendría por mala señal que se la encontrara obvia y fácil de entender.
Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta regresan finalmente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos. Es imposible predecir qué cambios y progresos podríamos hacer en las ciencias si conociéramos por entero la extensión y fuerzas del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como la de las operaciones que realizamos al argumentar. Y es sobre todo en la religión natural donde cabe esperar progresos, ya que esta disciplina no se contenta con instruirnos sobre la naturaleza de las facultades superiores, sino que lleva mucho más lejos sus concepciones: a la disposición de éstas para con nosotros, y a nuestros deberes para con ellas; de manera que no somos tan sólo seres que razonamos sino también uno de los objetos sobre los que razonamos.
Por consiguiente, si ciencias como las matemáticas la filosofía natural y la religión natural dependen de tal modo del conocimiento que del hombre se tenga, ¿qué no podrá esperarse en las demás ciencias, cuya conexión con la naturaleza humana es más íntima y cercana? El único fin de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonamiento, así como la naturaleza de nuestras ideas; la moral y la crítica artística tratan de nuestros gustos y sentimientos y la política considera a los hombres en cuanto unidos en sociedad y dependiendo unos de otros. Y en estas cuatro ciencias: lógica, moral, crítica de artes y letras, y política, está comprendido casi todo lo que de algún modo nos interesa conocer, o que pueda tender al progreso o refinamiento de la mente humana.
Aquí se encuentra, pues, el único expediente en que podemos confiar para tener éxito en nuestras investigaciones filosóficas, abandonando así el lento y tedioso método que hasta ahora hemos seguido. En vez de conquistar de cuando en cuando un castillo o una aldea en la frontera, marchemos directamente hacia la capital o centro de estas ciencias: hacia la naturaleza humana misma; ya que, una vez dueños de ésta, podremos esperar una fácil victoria en todas partes. Desde ese puesto nos será posible extender nuestras conquistas sobre todas las ciencias que más de cerca conciernen a la vida del hombre. Y además, con calma, podremos pasar a descubrir más plenamente las disciplinas que son objeto de pura curiosidad. No hay problema de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre; y nada puede decidirse con certeza antes de que nos hayamos familiarizado con dicha ciencia. Por eso, al intentar explicar los principios de la naturaleza humana proponemos, de hecho, un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, y el único sobre el que las ciencias pueden basarse con seguridad.
Y como la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás, es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esa misma ciencia deberá estar en la experiencia y la observación. No es una reflexión que cause asombro el considerar que la aplicación de la filosofía experimental a los asuntos morales deba venir después de su aplicación a los problemas de la naturaleza, y a más de un siglo de distancia, pues encontramos que de hecho ha habido el mismo intervalo entre los orígenes de estas ciencias, y que de TALES a SOCRATES el espacio de tiempo es casi igual al que media entre Lord BACON y algunos recientes filósofos en Inglaterra, que han comenzado a poner la ciencia del hombre sobre una nueva base y han atraído la atención del público y excitado su curiosidad. Tan cierto es esto que, aunque otros países puedan rivalizar con nosotros en poesía y superarnos en otras artes agradables, los progresos en la razón y la filosofía sólo pueden deberse a la tierra de la tolerancia y la libertad.
Tampoco debemos pensar que este reciente progreso en la ciencia del hombre honra menos a nuestra patria que el anteriormente logrado en filosofía natural; por el contrario, tendremos que estimarlo como digno de mayor gloria, dada la superior importancia de aquella ciencia y su necesidad de reforma. Me parece evidente que, al ser la esencia de la mente tan desconocida para nosotros como la de los cuerpos externos, igualmente debe ser imposible que nos formemos noción alguna de sus capacidades y cualidades sino mediante experimentos cuidadosos y exactos, así como por la observación de los efectos particulares que resulten de sus distintas circunstancias y situaciones. Y aunque debamos esforzarnos por hacer nuestros principios tan generales como sea posible, planificando nuestros experimentos hasta el último extremo y explicando todos los efectos a partir del menor número posible de causas —y de las más simples—, es con todo cierto que no podemos ir más allá de la experiencia; toda hipótesis que pretenda descubrir las últimas cualidades originarias de la naturaleza humana deberá rechazarse desde el principio como presuntuosa y quimérica.
No creo que el filósofo que se aplicase con tal seriedad a explicar los principios últimos del alma llegara a mostrarse gran maestro en esa ciencia de la naturaleza humana que pretende explicar, o muy conocedor de lo que sería naturalmente satisfactorio para la mente del hombre. Pues nada es más cierto que el hecho de que la desesperación tiene sobre nosotros casi el mismo efecto que la alegría, y que tan pronto como conocemos la imposibilidad de satisfacer un deseo desaparece hasta el deseo mismo. Cuando vemos que hemos llegado al límite extremo de la razón humana nos detenemos satisfechos, aunque por lo general estemos perfectamente convencidos de nuestra ignorancia y nos demos cuenta de que nos es imposible dar razón de nuestros principios más universales y refinados, más allá de la mera experiencia de su realidad; experiencia que es ya la razón del vulgo, por lo que en principio no hacía falta haber estudiado para descubrir los fenómenos más singulares y extraordinarios. Y del mismo modo que esta imposibilidad de ulteriores progresos es suficiente para convencer al lector, así es posible que el escritor que trate de esos temas logre convencer de un modo más refinado si confiesa francamente su ignorancia, y si es lo suficientemente prudente como para evitar el error —en que tantos han caído— de imponer a todo el mundo sus propias conjeturas e hipótesis como si fueran los más ciertos principios. Y si puede conseguirse una tal satisfacción y convicción mutuas entre maestro y discípulo, no sé qué más podemos pedir a nuestra filosofía.
Ahora bien, por si se creyera que esta imposibilidad de explicar los últimos principios es un defecto de la ciencia del hombre, yo me atrevería a afirmar que se trata de un defecto común a todas las ciencias y artes a que nos podamos dedicar, lo mismo si se cultivan en las escuelas de los filósofos que si se practican en las tiendas de los más humildes artesanos. Ni unos ni otros pueden ir más allá de la experiencia, ni establecer principio alguno que no esté basado en esa autoridad. La filosofía moral tiene, ciertamente, la desventaja peculiar —que no se encuentra en la filosofía natural— de que al hacer sus experimentos no puede realizar éstos con una finalidad previa, con premeditación, ni de manera que se satisficiera a sí misma con respecto a toda dificultad particular que pudiera surgir. Cuando no sé cómo conocer los efectos de un cuerpo sobre otro en una situación dada, no tengo más que colocarlos en esa situación y observar lo que resulta de ello. Pero si me esforzara en esclarecer del mismo modo una duda en filosofía moral, situándome en el mismo caso que quiero estudiar, es evidente que esta reflexión y premeditación dificultaría de tal forma la operación de mis principios naturales que sería imposible inferir ninguna conclusión correcta de ese fenómeno. En esta ciencia, por consiguiente, debemos espigar nuestros experimentos a partir de una observación cuidadosa de la vida humana, tomándolos tal como aparecen en el curso normal de la vida diaria y según el trato mutuo de los hombres en sociedad, en sus ocupaciones y placeres. Cuando se realicen y comparen juiciosamente experimentos de esta clase, podremos esperar establecer sobre ellos una ciencia que no será inferior en certeza, y que será muy superior en utilidad, a cualquier otra que caiga bajo la comprensión del hombre.
Fuente: Hume, David. Tratado de la naturaleza humana. Edición preparada por Félix Duque. Madrid: Editorial Tecnos, 1988.
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