Ideas pedagógicas de Pestalozzi
En sus Cartas sobre educación infantil, el educador suizo Johann Heinrich Pestalozzi, precursor de la pedagogía contemporánea, hace hincapié en el papel trascendental que desempeña la madre en la formación de la personalidad y educación elemental del niño. Esta obra data de 1818-1819 y está escrita en forma epistolar; presenta un total de 34 cartas dirigidas a su amigo inglés James Pierpoint Greaves, gran admirador de sus teorías educativas. Recogemos aquí la carta número XXIX (Enseñemos al niño a entender las cosas y a reflexionar sobre ellas), fechada el 4 de abril de 1819, en la que Pestalozzi subraya la enorme importancia que implica en el niño educar su inteligencia, formándole el hábito de la reflexión, es decir, “enseñarle a pensar”.
Fragmento de Cartas sobre educación infantil.
De Johann Heinrich Pestalozzi.
Apreciado Greaves:
La segunda regla que deseo dar a la madre en lo referente al desarrollo incipiente del entendimiento infantil es la siguiente: No debes limitarte a actuar en el hijo, sino que has de procurar que éste mismo actúe en su educación intelectual.
Quiero explicarme sobre un postulado que podríamos formular así: La madre ha de pensar en que su hijo no debe poseer únicamente la facultad de observar ciertos hechos o retener determinados conceptos, sino también la de reflexionar independientemente de las ideas de otros. Muy bien está que a un niño se le haga leer, escribir y repetir las cosas, pero es todavía más importante enseñarle a pensar. Podemos aprovecharnos de las opiniones de los demás y sacar alguna ventaja del hecho de conocerlas; pero podemos, además, hacernos nosotros mismos útiles a las otras personas mediante el trabajo de nuestro propio entendimiento, los resultados de nuestras investigaciones personales y también por medio de aquellas ideas y realizaciones que podríamos denominar nuestro patrimonio intelectual. Sólo así nos hacemos acreedores al derecho de tenernos por miembros valiosos de la sociedad.
Y no estoy hablando de aquellas ideas rectoras que se expanden de tiempo en tiempo y que hacen prosperar y enriquecen mucho a la ciencia y a la humanidad. Me refiero a aquel patrimonio de bienes intelectuales que todo el mundo, incluso la persona más modesta, puede adquirir a lo largo del camino de la vida. Estoy aludiendo a aquel hábito de reflexión que en cualquier situación de la vida nos libra de comportarnos estúpidamente y a consecuencia del cual examina uno todo cuanto le viene al entendimiento; aquel hábito de reflexión que descarta la presunción del ignorante y la ligereza de un saber superficial, que puede llevar a la persona a la humilde convicción de que sabe poco sin duda, pero también a la honrosa conciencia de que eso poco que sabe lo sabe bien. Nada hay que contribuya tanto a que se cree ese hábito como un pronto desarrollo del pensar en la inteligencia infantil, entiéndase del pensar ordenado y personal.
La madre no puede consentir que se la quiera apartar de esa tarea por pretenderse que el entendimiento infantil es aún incapaz de esfuerzos de esta índole. Me atrevo a afirmar que quienes formulan tal objeción no tienen ni un mínimo conocimiento práctico del asunto ni tampoco interés moral en enterarse del mismo, pese a que en los demás campos se muestren pensadores profundos y teóricos notables. Siempre me fiaré más del saber de una madre adquirido por la experiencia y los esfuerzos a que le ha movido su amor maternal, de ese saber empírico incluso de una madre ignorante, que de las especulaciones teóricas de un filósofo extraordinariamente ingenioso. Hay casos en los que el sentido común y un corazón ardiente llevan más lejos que un entendimiento cultivado, frío y calculador.
Es por eso que encarezco a la madre a que acometa su tarea confiadamente, a pesar de todo cuanto se pretenda decir. Lo que ante todo importa es que comience a actuar en ello, pues luego continuará ya espontáneamente. Tanta es la satisfacción que hallará en su obra, que nunca se le ocurrirá abandonarla.
Ocupada en desplegar los tesoros del entendimiento infantil y en abrir un mundo de pensamientos hasta ahora adormecidos, poco caso hará de aquellos filósofos para quienes el entendimiento humano se halla, al principio, totalmente desprovisto de contenidos. Dedicada a una tarea que pone en juego todas las fuerzas de su espíritu y todo el amor de su corazón, se reirá de sus temerarias consideraciones y de sus teorías arrogantes. Lejos de atormentarse con la embrollada cuestión de si hay ideas innatas, se sentirá satisfecha cuando vea desarrollarse bien las facultades innatas del entendimiento.
Si una madre pide que se le indiquen las cosas que mejor pueden servir para desarrollar el pensamiento, le responderé que cualquier objeto vale para ello si se lo emplea de un modo tal que se acomode a las facultades del niño. No hay que perder nunca de vista que el saber escoger el objeto que mejor sirva para la explicación de una verdad es algo que depende del arte del maestro. No hay cosa alguna tan insignificante que no pueda hacerse interesante en las manos de un hábil maestro, cuando no por su propia naturaleza, al menos por el modo como es tratada. Para un niño todo resulta nuevo. Es cierto que el encanto de la novedad pasa pronto; acaba con él no sólo la orgullosa superioridad de los años maduros, sino también la impaciencia propia de la niñez. Mas le queda al maestro la interesante posibilidad de hacer combinaciones nuevas con los elementos simples, lo que introducirá la variedad en la enseñanza sin desparramar la atención.
Cuando digo que cualquier objeto sirve para dar una enseñanza intuitiva, esto ha de entenderse literalmente. No hay ni siquiera un solo acontecimiento tan insignificante en la vida del niño, en sus juegos y en sus horas de esparcimiento, o en las relaciones que tiene con sus padres, amigos y compañeros de juego; es decir, no hay absolutamente ninguna cosa de cuantas conciernen al niño, sean de la naturaleza o de las ocupaciones y habilidades de la vida, que no pueda servir de objeto de una lección en la que se proporcionen al niño algunos conocimientos provechosos y —lo que es más importante todavía— con la cual no se le forme el hábito de reflexionar sobre lo que ve y de hablar sólo después de haber pensado en ello.
La manera de llevar a cabo este sistema no debe consistir en hablar mucho al niño, sino en entablar una conversación con el niño. No hay que hacer largos discursos al niño, ni tampoco demasiado familiares o demasiado selectos; más bien habrá que llevarlo a expresarse él mismo acerca de los objetos. No hay que tratar un asunto de un modo exhaustivo, sino que deberán hacerse preguntas al niño sobre aquél procurando que él mismo halle la respuesta y la corrija. Sería muy ridículo esperar que la fluctuante atención de un niño sea capaz de seguir una prolija disertación. La atención de un niño se extingue con las largas explicaciones, al paso que se activa con las preguntas vivas.
Haced que estas preguntas sean cortas, claras e inteligibles. No deben llevar al niño únicamente a repetir en iguales o nuevas palabras lo que acaba de oír. Han de estimularlo a observar aquello que tiene ante él y a afianzarse en lo que ha aprendido, y ejercitarlo a hallar una pronta y adecuada respuesta entre su pequeño acopio de conocimientos. Mostradle una determinada propiedad en una cosa y haced que luego la descubra él mismo en otro objeto. Decidle que llamamos redonda a la forma de una pelota; y si conseguís que sepa mencionar otros objetos que poseen esta misma propiedad formal, habéis actuado en el niño más provechosamente que si le hubierais hecho oír la más perfecta conferencia sobre la redondez. En vez de escuchar y repetir, lo que ha tenido que hacer es observar y pensar.
Fuente: Pestalozzi, Johann Heinrich. Cartas sobre educación infantil. Clásicos del Pensamiento. Madrid: Editorial Tecnos, 1988.
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